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  1. Palabras en un mundo sin dioses

    lunes, junio 26, 2006



    Por un año de comentarios, gracias a:

    Quebrantapájaros, Paula Seufferheld, Patricia Rodón, Alma, Anónimo(s), Otro Anónimo, VRS, Sergio Link, El Primo Ralsa, Manuel Harazem, Razones para Dudar, Aballay, Pedro Gimeno, Cala, Gerardo, Christian, Andrés, David, de México, Lupita Munguia, F. Crowe / Flavo, Cecilia, Sole, JannisJoe, Alma (2), Irreverente, Mario/Cronopio, Haffner, Irichc, Judas, Rubén Valle, La Viga, Simbol, Marcelo, Greg, Control_Zape, MG, Seba, New Blogger, Iván Ottenwalder, DTB, Ian Boon, Alya, Peregrino, Jesucristo, Aldea Diaguita, Sancho, Holbach, Benedicto 16, Cristián Ahumada, Tomás de Aq., Duda Desnuda, Quelopaguenellos, Raúl, DriverOp/Diego, Velaza, Manuel Saco, Moy6rg, Mikimoss, Mytho, Marvision, Amalo, El Alde, Aleph el Simio, J.J. Muñoz, AGRA, Libre y Soberano, Menino, Andrés Diplotti, Cangrejo Inmortal, Gustavo Villalobos, Hernan2/Hernán Andrea, Asigan, Yashua, Tonyto, Weyadisidente, Juan Carlos Bujanda Benítez, Daniel Medina Burgoa, Ana García L., FC, Loredana Braghetto Bilbao, Pakok, Dudoso, Jaso, Pereque, Morenohijazo, Davegee, Juez2012, Rodrigo Hernández, Ariel, ADCL, Guillermo A. Seminara, Aspirante a Cínico, GianFranco, Hispánicus, Nebe Gebhardt, Pedro, Andrés Devesa, Frikosal, Sir Perfect Leon, Bruno, Juan de los Palotes, Sonia.

    Sinceramente,
    Fernando G. Toledo

  2. Al diablo con el diablo

    jueves, junio 22, 2006


    © Fernando G. Toledo

    El ateísmo, como pensamiento esencialmente crítico, encuentra a veces aliados inesperados en su tarea de desmontar ficciones entronizadas como lo que no son, socios imprevistos en el, por naturaleza, indeseable trabajo de «desencantar el mundo».
    Como una ironía, es en los cristianos, en especial los católicos, donde se hallan los asistentes más eficaces. Hoy, todavía, el catolicismo preconiza cuestiones en las que se puede encontrar, ni más ni menos, que la negación del dogma primero: la existencia de su Dios, eterno, bondadoso y todopoderoso.
    La existencia de Satanás aparece como uno de los aspectos más risibles. Como representación del mal absoluto, hay todavía católicos que consideran su existencia como efectiva. Literales, cuales fundamentalistas, se atienen a asumir la presencia mundana de ese veterotestamentario ángel caído, quien es responsable de las repulsivas tentaciones (entre las que puede figurar ora ser comunista, ora usar preservativo, ora masturbarse, ora criticar a la Iglesia, pero nunca defender a la Inquisición, discriminar a los homosexuales o aceptar las evidencias de la evolución darwiniana).
    El asunto entronca directamente con la presencia del mal en el mundo, a la que Leibniz intentó escabullirse con el suberfugio del «mejor de los mundos posibles». Para el filósofo alemán, el mal sólo era «metafísico», esto es, una mengua del bien. Lo cual abría un abismo inesperado: acaso estábamos invalidados para juzgar lo que era un bien o un mal, quizá porque «los caminos de la Providencia son inescrutables». Ello debería llevar a que siquiera podamos aceptar la premisa mayor, puesto que si lo que nosotros percibíamos como malo porque no conocíamos el Plan Divino, ¿cómo podíamos asentir que éste era el mejor mundo, viendo que la capacidad para evaluar un bien era, en nosotros, insuficiente? Además, ¿no podía eso llevarnos, mejor, a pensar que en realidad éste es «el peor de los mundos posibles», y todo bien no es más que una «mengua del mal»? Ya David Hume se preguntaba en sus célebres Diálogos sobre la religión natural: «¿En qué sentido, entonces, se asemejan la benevolencia y misericordia divinas a la benevolencia y misericordia humanas?».
    Así, el supuesto as en la manga era un naipe mal pintado y quedaba enlazado por los viejos interrogantes de Epicuro, estiletes siempre afilados contra la pretensión racional de un ente fantástico: ante el mal, o Dios no puede impedirlo o no quiere. Es decir: o no es todopoderoso o no es todo bondadoso, por tanto ni siquiera tiene sentido llamarlo Dios.
    El comportamiento del Diablo, según nos lo presentan los propios cristianos, es fuente de nuevas incongruencias, todas denigratorias para la persistencia del mismísimo Dios. Puesto que Dios es, para los cristianos, el Supremo Creador, nada puede surgir si no brota de su poder. Así, Lucifer, futuro diablo, es creado por Dios como un ser bondadoso, pero luego se convierte en el demonio que perseguirá a la humanidad con tentaciones varias, maldad suma y engaños a cual más sofisticado. Ahora bien, esto mostraría que el mismo Dios, al crear a Lucifer, no sabía en qué iba a convertirse esa bestia infesta. O, en todo caso, que lo sabía, puesto que su presciencia lo permite, pero a pesar de todo dejó que creciera esa semilla, lo cual pone en entredicho la pretendida bondad divina. En el caso de que Dios dejase al Demonio hacer sus diabluras sólo para probar al hombre su fe, estaríamos ante algo así como el Sublime Perverso.
    Un nuevo ambage aparece, esta vez aplicable también a la humanidad: el libre albedrío. No hará falta detenerse en lo cuestionable que es este concepto, sino que bastará con ahondar en la mitología cristiana para inquirir: ¿no representa un terreno vedado a la cognoscibilidad de Dios el hecho de que el hombre libre pueda actuar sin que Dios sepa lo que va a hacer? ¿No significa eso que la libertad delata un ámbito, el de la voluntad, que no está siquiera en la mente de Dios, con lo cual está fuera del mundo y fuera de Dios? Si la legislación de Dios no incluye a Satanás, esto indica que hay un terreno que al menos lo trasciende. Si lo incluye, Dios no hace otra cosa que permitir la existencia de Satán, algo que al parecer lo ha preocupado bastante siendo que llegó a degradarse al cuerpo para redimir a la humanidad de su mal. Lo cual de paso indica que Dios tiene cierto talento para la tragedia pero poco para la sobriedad.
    ¿Por qué, a pesar de estas infantiles incongruencias, los católicos, entre otros, siguen aceptando la existencia del Demonio? Como todo: porque lo suponen útil. El mal en el mundo, ése que denunciaba Epicuro bastante antes de la invención del cristianismo, es una prueba ingente de la imposibilidad (si entendemos como posiblidad la ausencia de contradicción) de un Dios de suma bondad y sumo poder. Pero Satanás, al resultar responsable de este mundo falto de bien, exime al propio Señor de tales imperfecciones. No resulta extraño que por ello, con diáfana bobería, muchos cristianos achacan a su influencia las errancias de cada fiel. En el camino de despreciar la carne, tan aquilatado por el paso de las tradiciones, desde Pablo a esta parte, la apelación demoníaca permite desentenderse de la Tierra, exculparse poniendo la carga en su «terrible influencia».
    Como paradigma de la negación del mundo, como palmaria incongruencia, la figura mítica de Satanás encierra en sí misma todo lo que los cristianos desprecian sin saber que aun más lo aborrecerían al descubrir que, al aceptarlo, están negando a su propio Dios. A pesar de que algunos aprieten la cuerda en su propio cuello y declaren que «es el mismo demonio quien convence a los incrédulos que el demonio no existe». Frase que confirma que «los desvaríos de la fe son inescrutables».

    Ver también: El mal demuestra que Dios no existe.

  3. El evangelio según Marcos

    martes, junio 13, 2006

    © Jorge Luis Borges


    El hecho sucedió en la estancia Los Álamos, en el partido de Junín, hacia el sur, en los últimos días del mes de marzo de 1928. Su protagonista fue un estudiante de medicina, Baltasar Espinosa. Podemos definirlo por ahora como uno de tantos muchachos porteños, sin otros rasgos dignos de nota que esa facultad oratoria que le había hecho merecer más de un premio en el colegio inglés de Ramos Mejía y que una casi ilimitada bondad. No le gustaba discutir; prefería que el interlocutor tuviera razón y no él. Aunque los azares del juego le interesaban, era un mal jugador, porque le desagradaba ganar. Su abierta inteligencia era perezosa; a los treinta y tres años le faltaba rendir una materia para graduarse, la que más lo atraía. Su padre, que era librepensador, como todos los señores de su época, lo había instruido en la doctrina de Herbert Spencer, pero su madre, antes de un viaje a Montevideo, le pidió que todas las noches rezara el Padrenuestro e hiciera la señal de la cruz. A lo largo de los años no había quebrado nunca esa promesa. No carecía de coraje; una mañana había cambiado, con más indiferencia que ira, dos o tres puñetazos con un grupo de compañeros que querían forzarlo a participar en una huelga universitaria. Abundaba, por espíritu de aquiescencia, en opiniones o hábitos discutibles: el país le importaba menos que el riesgo de que en otras partes creyeran que usamos plumas; veneraba a Francia pero menospreciaba a los franceses; tenía en poco a los americanos, pero aprobaba el hecho de que hubiera rascacielos en Buenos Aires; creía que los gauchos de la llanura son mejores jinetes que los de las cuchillas o los cerros. Cuando Daniel, su primo, le propuso veranear en Los Álamos, dijo inmediatamente que sí, no porque le gustara el campo sino por natural complacencia y porque no buscó razones válidas para decir que no.

    El casco de la estancia era grande y un poco abandonado; las dependencias del capataz, que se llamaba Gutre, estaban muy cerca. Los Gutres eran tres: el padre, el hijo, que era singularmente tosco, y una muchacha de incierta paternidad. Eran altos, fuertes, huesudos, de pelo que tiraba a rojizo y de caras aindiadas. Casi no hablaban. La mujer del capataz había muerto hace años.

    Espinosa, en el campo, fue aprendiendo cosas que no sabía y que no sospechaba. Por ejemplo, que no hay que galopar cuando uno se está acercando a las casas y que nadie sale a andar a caballo sino para cumplir con una tarea. Con el tiempo llegaría a distinguir los pájaros por el grito.

    A los pocos días, Daniel tuvo que ausentarse a la capital para cerrar una operación de animales. A lo sumo, el negocio le tomaría una semana. Espinosa, que ya estaba un poco harto de las bonnes fortunes de su primo y de su infatigable interés por las variaciones de la sastrería, prefirió quedarse en la estancia, con sus libros de texto. El calor apretaba y ni siquiera la noche traía un alivio. En el alba, los truenos lo despertaron. El viento zamarreaba las casuarinas. Espinosa oyó las primeras gotas y dio gracias a Dios. El aire frío vino de golpe. Esa tarde, el Salado se desbordó.

    Al otro día, Baltasar Espinosa, mirando desde la galería los campos anegados, pensó que la metáfora que equipara la pampa con el mar no era, por lo menos esa mañana, del todo falsa, aunque Hudson había dejado escrito que el mar nos parece más grande, porque lo vemos desde la cubierta del barco y no desde el caballo o desde nuestra altura. La lluvia no cejaba; los Gutres, ayudados o incomodados por el pueblero, salvaron buena parte de la hacienda, aunque hubo muchos animales ahogados. Los caminos para llegar a la estancia eran cuatro: a todos los cubrieron las aguas. Al tercer día, una gotera amenazó la casa del capataz; Espinosa les dio una habitación que quedaba en el fondo, al lado del galpón de las herramientas. La mudanza los fue acercando; comían juntos en el gran comedor. El diálogo resultaba difícil; los Gutres, que sabían tantas cosas en materia de campo, no sabían explicarlas. Una noche, Espinosa les preguntó si la gente guardaba algún recuerdo de los malones, cuando la comandancia estaba en Junín. Le dijeron que sí, pero lo mismo hubieran contestado a una pregunta sobre la ejecución de Carlos Primero. Espinosa recordó que su padre solía decir que casi todos los casos de longevidad que se dan en el campo son casos de mala memoria o de un concepto vago de las fechas. Los gauchos suelen ignorar por igual el año en que nacieron y el nombre de quien los engendró.

    En toda la casa no había otros libros que una serie de la revista La Chacra, un manual de veterinaria, un ejemplar de lujo del Tabaré, una Historia del Shorthorn en la Argentina, unos cuantos relatos eróticos o policiales y una novela reciente: Don Segundo Sombra. Espinosa, para distraer de algún modo la sobremesa inevitable, leyó un par de capítulos a los Gutres, que eran analfabetos. Desgraciadamente, el capataz había sido tropero y no le podían importar las andanzas de otro. Dijo que ese trabajo era liviano, que llevaban siempre un carguero con todo lo que se precisa y que, de no haber sido tropero, no habría llegado nunca hasta la Laguna de Gómez, hasta el Bragado y hasta los campos de los Núñez, en Chacabuco. En la cocina había una guitarra; los peones, antes de los hechos que narro, se sentaban en rueda; alguien la templaba y no llegaba nunca a tocar. Esto se llamaba una guitarreada.

    Espinosa, que se había dejado crecer la barba, solía demorarse ante el espejo para mirar su cara cambiada y sonreía al pensar que en Buenos Aires aburriría a los muchachos con el relato de la inundación del Salado. Curiosamente, extrañaba lugares a los que no iba nunca y no iría: una esquina de la calle Cabrera en la que hay un buzón, unos leones de mampostería en un portón de la calle Jujuy, a unas cuadras del Once, un almacén con piso de baldosa que no sabía muy bien dónde estaba. En cuanto a sus hermanos y a su padre, ya sabrían por Daniel que estaba aislado -la palabra, etimológicamente, era justa- por la creciente.

    Explorando la casa, siempre cercada por las aguas, dio con una Biblia en inglés. En las páginas finales los Guthrie -tal era su nombre genuino- habían dejado escrita su historia. Eran oriundos de Inverness, habían arribado a este continente, sin duda como peones, a principios del siglo diecinueve, y se habían cruzado con indios. La crónica cesaba hacia mil ochocientos setenta y tantos; ya no sabían escribir. Al cabo de unas pocas generaciones habían olvidado el inglés; el castellano, cuando Espinosa los conoció, les daba trabajo. Carecían de fe, pero en su sangre perduraban, como rastros oscuros, el duro fanatismo del calvinista y las supersticiones del pampa. Espinosa les habló de su hallazgo y casi no escucharon.

    Hojeó el volumen y sus dedos lo abrieron en el comienzo del Evangelio según Marcos. Para ejercitarse en la traducción y acaso para ver si entendían algo, decidió leerles ese texto después de la comida. Le sorprendió que lo escucharan con atención y luego con callado interés. Acaso la presencia de las letras de oro en la tapa le diera más autoridad. Lo llevan en la sangre, pensó. También se le ocurrió que los hombres, a lo largo del tiempo, han repetido siempre dos historias: la de un bajel perdido que busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un dios que se hace crucificar en el Gólgota. Recordó las clases de elocución en Ramos Mejía y se ponía de pie para predicar las parábolas.

    Los Gutres despachaban la carne asada y las sardinas para no demorar el Evangelio.

    Una corderita que la muchacha mimaba y adornaba con una cintita celeste se lastimó con un alambrado de púa. Para parar la sangre, querían ponerle una telaraña; Espinosa la curó con unas pastillas. La gratitud que esa curación despertó no dejó de asombrarlo. Al principio, había desconfiado de los Gutres y había escondido en uno de sus libros los doscientos cuarenta pesos que llevaba consigo; ahora, ausente el patrón, él había tomado su lugar y daba órdenes tímidas, que eran inmediatamente acatadas. Los Gutres lo seguían por las piezas y por el corredor, como si anduvieran perdidos. Mientras leía, notó que le retiraban las migas que él había dejado sobre la mesa. Una tarde los sorprendió hablando de él con respeto y pocas palabras. Concluido el Evangelio según Marcos, quiso leer otro de los tres que faltaban; el padre le pidió que repitiera el que ya había leído, para entenderlo bien. Espinosa sintió que eran como niños, a quienes la repetición les agrada más que la variación o la novedad. Una noche soñó con el Diluvio, lo cual no es de extrañar; los martillazos de la fabricación del arca lo despertaron y pensó que acaso eran truenos. En efecto, la lluvia, que había amainado, volvió a recrudecer. El frío era intenso. Le dijeron que el temporal había roto el techo del galpón de las herramientas y que iban a mostrárselo cuando estuvieran arregladas las vigas. Ya no era un forastero y todos lo trataban con atención y casi lo mimaban. A ninguno le gustaba el café, pero había siempre un tacita para él, que colmaban de azúcar.

    El temporal ocurrió un martes. El jueves a la noche lo recordó un golpecito suave en la puerta que, por las dudas, él siempre cerraba con llave. Se levantó y abrió: era la muchacha. En la oscuridad no la vio, pero por los pasos notó que estaba descalza y después, en el lecho, que había venido desde el fondo, desnuda. No lo abrazó, no dijo una sola palabra; se tendió junto a él y estaba temblando. Era la primera vez que conocía a un hombre. Cuando se fue, no le dio un beso; Espinosa pensó que ni siquiera sabía cómo se llamaba. Urgido por una íntima razón que no trató de averiguar, juró que en Buenos Aires no le contaría a nadie esa historia.

    El día siguiente comenzó como los anteriores, salvo que el padre habló con Espinosa y le preguntó si Cristo se dejó matar para salvar a todos los hombres. Espinosa, que era librepensador pero que se vio obligado a justificar lo que les había leído, le contestó:

    -Sí. Para salvar a todos del infierno.

    Gutre le dijo entonces:

    -¿Qué es el infierno?

    -Un lugar bajo tierra donde las ánimas arderán y arderán.

    -¿Y también se salvaron los que le clavaron los clavos?

    -Sí -replicó Espinosa, cuya teología era incierta.

    Había temido que el capataz le exigiera cuentas de lo ocurrido anoche con su hija. Después del almuerzo, le pidieron que releyera los últimos capítulos. Espinosa durmió una siesta larga, un leve sueño interrumpido por persistentes martillos y por vagas premoniciones. Hacia el atardecer se levantó y salió al corredor. Dijo como si pensara en voz alta:

    -Las aguas están bajas. Ya falta poco.

    -Ya falta poco -repitió Gutrel, como un eco.

    Los tres lo habían seguido. Hincados en el piso de piedra le pidieron la bendición. Después lo maldijeron, lo escupieron y lo empujaron hasta el fondo. La muchacha lloraba. Espinosa entendió lo que le esperaba del otro lado de la puerta. Cuando la abrieron, vio el firmamento. Un pájaro gritó; pensó: es un jilguero. El galpón estaba sin techo; habían arrancado las vigas para construir la Cruz.

    Publicado en El informe de Brodie (1970).


  4. La deshonestidad de los evangelios

    miércoles, junio 07, 2006

    «Los evangelios me parecen, en su mayor parte, una lectura de lo más desagradable. Las misteriosas parábolas, con sus veladas y no tan veladas amenazas, el énfasis que pone Cristo en sí mismo y en que es único y en su actitud de “conmigo o contra mí”. Esa exhibición de milagros como proezas irrefutables, y la permanente sensación de delirio acerca del fin del mundo son cosas a las que el ingenio intelectual debe dar una explicación, y el hecho de que sean recurrentes surge, en mi opinión, del delicado tejido de la racionalización. La Iglesia Cristiana, con todas sus manías, había comenzado a formarse cuando se escribieron los evangelios, y se la puede ver limando asperezas y posibilitando que el cristianismo quede secuestrado por una sociedad neurótica y deformada. Me pregunto durante cuánto tiempo y hasta qué punto se puede esquivar u oponer resistencia a la tesis de que la corrección y revisión que se llevó a cabo de las Escrituras fue un proceso fundamentalmente deshonesto».

    Northrop Frye
    en Cuadernos.

  5. De códigos y blasfemias

    jueves, junio 01, 2006


    «Todas las religiones se fundan en una experiencia individual -que puede ser, por supuesto, tenida por millones de personas-, pero su veracidad llega hasta donde llega su posibilidad de verificación […]. Ninguna religión puede ir más allá del ámbito propio de verificación: la conciencia privada»
    José Antonio Marina, Por qué soy cristiano, Anagrama, 2005.


    © Fernando G. Toledo

    Ante la aparición de productos de ficción exitosos, como El código Da Vinci, no es infrecuente encontrarse con que la Iglesia saca a relucir, pugnazmente, lo que considera «verdad revelada», para revolverse contra cualquier afirmación que contradiga sus dogmas. Se trata de un pensamiento peligroso, por muchos motivos. Primero, porque dejó una estela sangrienta en la historia de la humanidad, con persecuciones de «herejes», la imposición de creencias y la Inquisición. Luego, porque afirmaciones de este tipo son deshonestas: la verdad primera del cristianismo, la idea de que un dios se encarnó en Jesús para «lavar los pecados del mundo», murió y se levantó de entre los muertos, no pasa de ser una cuestión de fe, que no debe postularse por ello como histórica sino como una aseveración devocional, válida sólo dentro de parámetros teológicos y de culto. Resulta curioso que intenten disfrazarse, entonces, de «hechos históricos» las narraciones neotestamentarias, incluida la resurrección, o que se crea dar por resuelto el tema invocando los dictámenes de los heresiólogos. Cualquier enunciado sobre el personaje Jesús que no sea congruente con lo que se sabe efectivamente de su historia es, en este sentido igual de inválido, pues no se trata más que de meras interpretaciones religiosas.
    Veamos. Una de las voces oficiales del arzobispado local [Carlos W. Rubia], ha proferido la acusación de que «El código Da Vinci es una calumnia sobre Jesucristo» ya que «en lugar de tomar los datos históricos de las fuentes auténticas, el autor prefiere la distorsión que se da a fines del siglo II, en base a algunos evangelios gnósticos contra todas las fuentes históricas cristianas genuinas». Pero hablar aquí de «calumnia» es delicado. La Iglesia siempre ha proclamado poseer el significado exacto de cierto mensaje, el de Jesús de Nazaret, aun cuando, como coinciden historiadores y algunos teólogos, la prédica de éste era distinta de la que transmitieron sus seguidores cristianos. Entonces, calumnia, por caso, quizá habría sido ¡para el mismo nazareno! que a éste se lo considerara una de las personas de la Trinidad, esto es, el mismo Dios. En el número 210 de la edición española de Iglesia Viva (abril-junio de 2002), Rafael Aguirre lo ha expresado en una fórmula breve: «Jesús fue un judío fiel y nunca dejó de serlo». ¿Se puede entonces, hoy, seguir disimulando que Jesús era un hebreo respetuoso de la ley mosaica, y por tanto hablar de un «Dios encarnado» habría sido para él una blasfemia, una «calumnia»?
    Cuando se habla de fuentes genuinas -al mencionar «los datos históricos»- puede también inducirse a un error. Si por genuino entendemos lo «legitimado» por tal o cual institución, es obvio que una fuente que contradiga el canon católico no será genuinamente católica. Pero, claro, el problema aparece cuando se mira desde otras orillas: por caso para los gnósticos, la suya es la «verdad verdadera» (valga el pleonasmo) y, por tanto, sus fuentes, sus versiones de la narración, las genuinas.
    Por esto, sería un gesto de decencia, como el que practican muchos de sus miembros, que no se busque dar al Nuevo Testamento otra validez que la de conformar los escritos elegidos, tras arduas discusiones, por el catolicismo. Repetir que esos textos son los auténticos por su antigüedad es una media verdad, o una media mentira. El evangelio de Tomás es, por ejemplo, anterior a los sinópticos, y hasta se sospecha que pudo haberlos alimentado. ¿Qué «distorsión» cabe imputarle sin rozar el descaro? El evangelio de Felipe se estima contemporáneo al de Juan y éste parece, según algunos, «casi gnóstico», además de que su acento helenístico lo pone por poco en las antípodas de Marcos, el más antiguo de los oficiales. Por si fuera poco, no es ocioso recordar que la Iglesia romana no comparte su canon con otras iglesias también cristianas, por ejemplo con la Ortodoxa griega.
    Después del antecedente de la violencia despertada por la publicación de las caricaturas de Mahoma en un diario danés, ciertos sectores católicos presumieron de una tolerancia que ahora desdicen con el ejemplo de algunos de sus representantes. El hecho de que Angelo Amato, secretario de la Congregación para la Doctrina de la Fe -ex Inquisición- advierta que «si estas calumnias (las de Brown, se entiende) hubieran sido dirigidas contra el Corán o la Shoah hubieran provocado con razón (sic) un levantamiento», parece sugerir que esas manifestaciones irracionales estarían justificadas, y concede la posibilidad de que se esté legitimando una protesta análoga de parte de los cristianos.
    Por lo demás, Dan Brown ni siquiera propone novedades en su novela y eso se traslada al film basado en ella. Mezcla en un cóctel liviano, si se quiere ingenioso y efectivo para lo ficticio, algunas tradiciones «no oficiales» sobre el destino de Jesús, y las cruza con el arte de Leonardo y un ambiente de thriller policíaco. Que El código Da Vinci afirme que Jesús tuvo una hija con María Magdalena no sería tan escandaloso, ya en el terreno de lo posible, como una «mendaz ficción» (Gonzalo Puente Ojea dixit) como la que en los mismos canónicos se ofrece acerca de que Jesús había previsto su supuesta resurrección -Marcos 8:27-31, Mateo 16:21-23, Lucas 9:22-27-. Pero, como estamos en el ámbito de lo ficticio y Brown no hace más que pisar todo lo que no se sabe de cierto de Jesús, sería aceptable que él invente esas fantasías porque así lo hicieron, a mediados del primer siglo de la era común, los seguidores de Pedro y de Saulo de Tarso. Por supuesto, sin contar que Brown fantasea ex profeso y los evangelistas quizás creían en lo que estaban contando.
    Resulta ilustrativo que probablemente sean pocos los amantes del arte que se sientan sensatamente «escandalizados» porque el autor de El código Da Vinci imagine que detrás de las pinturas de Leonardo hay mensajes secretos. El escándalo lo despiertan los temas de fe, acaso porque la mayoría de los fieles -entre ellos, algunos obispos- no pueden discernir su fe religiosa de lo que no lo es.
    A propósito de escándalos, una de las instituciones más ofendidas por esta historia, ya sea en su versión impresa o fílmica, es el Opus Dei, la prelatura que gozó de una inusual anuencia de Karol Wojtyla en su papado, y también por Ratzinger (antes de ser el Sumo Pontífice, y también ahora). Son variadas las «acusaciones» que pesan sobre la obra fundada por Josemaría Escrivá de Balaguer, muchas de ellas espantosas, y denunciadas por sus ex miembros (puede consultarse en la página www.opuslibros.org, editada por los disidentes). El código Da Vinci no hace más que aprovechar esos rasgos para su historia de intrigas.
    Pero a nadie sorprende que Iglesia y Opus Dei pongan el grito en el cielo (valga la expresión) ante un fenómeno como el de Dan Brown. Aunque al fin y al cabo, luego de vaivenes, de protestas, de llamados a la censura, al parecer las instituciones terminaron pensando que, en última instancia, el acontecimiento puede beneficiarlos, así como se han beneficiado muchas publicaciones que vampirizaron el libro del inglés (con fórmulas cercanas al «cómo leer el código» o «verdades y mentiras del éxito»). Esto, claro está, porque han supuesto que muchos se sentirán interesados y correrán a informarse. Esperable sería que esa información a la que acceda el gran público no sea, solamente, la contracara de El código Da Vinci, que es la de la misma religión, sino otra moneda, alguna auténtica: la de los hechos, la de las verdades menos sujetas a intereses, lejanas a la fe, cercanas a la Historia.

    Ver también: Polémica presente, cine sin futuro y Habla de soga en casa del ahorcado.
    Además: A favor de lo contrario, Fantasmas del pasado y ¿Quién traicionó a quién?
    Sobre el Jesús histórico: Cruz y ficción-La leyenda de Cristo.