Rss Feed
  1. Cómo se inventó la Navidad

    viernes, diciembre 22, 2006

    © Ana María Bertoni

    En los Evangelios hay gruesas contradicciones acerca del año en que nació Jesús y absolutamente ninguna referencia al día y al mes, a pesar de lo cual se respeta en casi todo el mundo la fecha que la Iglesia católica da como fidedigna aun a sabiendas de que no lo es: el 25 de diciembre del año 1, hace XXI siglos.
    Según Lucas, Jesús nació en los tiempos del censo de Quirino, que tuvo lugar hacia el año 6 de nuestra era (DNE), pero Mateo dice que su nacimiento se produjo durante el reinado de Herodes, quien murió en el año 4 antes de nuestra era (ANE).
    Lucas también se contradice a sí mismo cuando dice que Juan y Jesús fueron concebidos con seis meses de diferencia durante el reinado de Herodes, pero a la vez presenta a María embarazada durante el censo, lo que podría inducir a un desprevenido a creer que la gestación duró diez años.
    Lucas y Mateo se empeñan en demostrar que Jesús descendía de David, condición necesaria para que los judíos aceptaran que era el Mesías. Para eso establecen, cada uno a su manera, el linaje de José, y tras llegar por esa vía a sostener que Jesús, por ser hijo de José, desciende de David, aclaran que José no es su padre, porque su padre es Dios.
    Los ejemplos siguen, son innumerables, y resulta muy difícil encontrar una razón para justificar tantas incoherencias, inclusive la de hacer nacer al Mesías en Belén, para luego llamarlo Jesús de Nazaret; pero valga intentarlo.
    Para esto hay que empezar por aclarar que ninguno de los cuatro evangelistas –Marcos, Lucas, Mateo y Juan– lo conocieron ni fueron sus contemporáneos.
    A la par, cabe retrotraerse al año 303 DNE, cuando el emperador romano Diocleciano, mandó a destruir todas las escrituras cristianas que se pudiesen encontrar, lo que determinó que, en especial en Roma, se perdieran prácticamente todos los documentos.
    Antes de Diocleciano, había cientos de evangelios cristianos diferentes, no sólo los cuatro que hoy aparecen en el Nuevo Testamento y que son tan contradictorios.
    Un detalle que no puede subestimarse es que de las 5.000 versiones manuscritas del Nuevo Testamento, casi ninguna es anterior al siglo IV, es decir, son obra de editores y copistas que vivieron 400 años después de Cristo.
    Durante siglos, la Iglesia católica les prohibió a sus fieles leer la Biblia por cuenta propia y esto impidió que nadie, salvo los sacerdotes –y los cristianos protestantes, con la Reforma–, pudiera apercibirse de las discordancias.
    Los estudiosos creen que el Evangelio original de Marcos, que es el más antiguo, se escribió entre el año 70 y 100 DNE; los de Mateo y Lucas, entre 90 y 135 DNE; el de Juan, en 120 DNE; los Hechos de los Apóstoles, entre 150 y 170 DNE; y algunas epístolas, entre 177 y 200 DNE.
    Pero el caso es que secciones enteras de los Evangelios se agregaron en los siglos IV y V, como sucedión con el de Marcos, que –según Timothy Freke y Peter Gandy en Los misterios de Jesús– originalmente terminaba en el capítulo 16, sin aludir a la Resurrección, y hoy la incluye.
    Estas alteraciones al Nuevo Testamento se efectuaron en la época de Constantino el Grande, quien mandó a hacer nuevas versiones de esos escritos, lo que les permitió a los custodios de la ortodoxia reescribir sus contenidos para que coincidieran con sus creencias.
    Durante su reinado, Constantino llamó a un Concilio en Nicea, el cual decidió, por votación, que Jesús era un dios y no un simple profeta.
    El Concilio, que se reunió en el año 325 DNE, definió también la fecha de la Pascua y estableció las reglas que definieron la autoridad de los obispos, lo que consolidó la estructura de la ortodoxia cristiana.
    Destinó una entrada fija de dinero a las arcas de la Iglesia e instaló al obispo de Roma en el Palacio Laterano. En poco tiempo se produjo la fusión de la cristiandad con la religión oficial del Imperio.
    Pero Constantino no era tan cristiano como se lo pinta: al regresar de Nicea hizo matar a su madrastra, Fausta, y a su hijo Crispo. Y él mismo no se bautizó sino hasta último momento, cuando se encontró en su lecho de muerte, para poder así seguir pecando sin arrepentimientos.
    Además, a su modo, imitó a Diocleciano: en 326 DNE mandó a confiscar y quemar todos los libros opuestos a la ortodoxia cristiana, tanto del paganismo como del gnosticismo, estos últimos considerados «cristianos herejes» por la ortodoxia.
    Y en 331 DNE comisionó y financió nuevas copias de la Biblia, lo que se constituyó en uno de los factores más decisivos para convertir al cristianismo en católico, es decir, universal.
    ¿Cuándo nació Jesús? Es improbable que haya sido en diciembre, ya que no podían estar los pastores con sus ovejas a la intemperie en pleno invierno boreal: necesariamente debió haber sido antes de octubre.
    ¿En qué año? El célebre error cometido por Dionisio el Exiguo al fechar su nacimiento induce a creer que sucedió seis años antes del año 1.
    Pero la estrella de Belén, que según los Evangelios guió a los tres Reyes Magos (en realidad, astrólogos), pudo haber sido el fruto de una conjunción planetaria de Júpiter y Saturno, que por efecto de sus movimientos directos y retrógrados puede llegar a repetirse hasta tres veces en un mismo lugar del cielo cada 258 años.
    En1606, el astrónomo alemán Johannes Kepler, en su obra De Jesu Christi Salvatori Nostro Vero Anno Natalitatis, determinó que en el año 7 ANE se produjeron tres conjunciones de Saturno y Júpiter en el signo de Piscis: el 20 de mayo, el 3 de octubre y el 4 de diciembre.
    Descartada la última, porque ya venía el invierno, quedarían en pie las dos primeras como fechas probables; pero estudios contemporáneos basados en el mismo fenómeno han acercado una tercera: el 14 de setiembre, curiosa o premonitoriamente, el día de la Santa Cruz.
    Un error del monje escita Dionisio el Exiguo al calcular la fecha de natalicio de Jesús, sumado al hecho de que los romanos desconocían el cero, determinó que la era cristiana comenzara, estimativamente, siete años después de lo correcto.
    En el siglo VI, el uso de dos calendarios distintos en Occidente (romano) y Oriente (judío) ocasionaba que los cristianos celebraran la Pascua en dos fechas distintas del año, según donde vivían.
    Para uniformizar el cómputo, el papa Juan I recurrió al Dionisio el Exiguo –un monje que estaba al servicio del papado, famoso por su erudición–, quien a esos efectos consultó varias obras que se conservaban en las bibliotecas de Roma, incluidos los evangelios.
    En aquel entonces, entre los romanos, el cómputo de los años se regía por el llamado calendario diocleciano, impuesto por el emperador del mismo nombre, que no partía desde la fundación de Roma, sino desde el inicio de su mandato (284-313).
    Diocleciano había perseguido con furia a los cristianos, de manera que a Dionisio no le pareció conveniente contar los años a partir de su era, y decidió iniciar el cómputo desde el nacimiento de Cristo, que fijó en diciembre del año 753 ab urbe condita (AUB), es decir, desde la fundación de Roma.
    Pero no tomó en cuenta que Herodes el Grande, quien ordenó la matanza de niños procurando matar a Jesús, había muerto en el 750 AUB, cuatro años antes, lo que necesariamente lleva a creer que Cristo debió nacer hacia el 748 o 749 de la fundación de Roma, uno o dos años antes de la muerte de Herodes.
    De todos modos, su obra Sobre la Pascua popularizó su calendario y éste fue aceptado en todo el mundo cristiano sin que nadie se percatara del error.
    Por supuesto que si Herodes había muerto cuatro años antes del pretendido nacimiento de Jesús, la era cristiana parecía desfasada también en cuatro años, pero dado que Jesús tampoco era un recién nacido cuando se ordenó la matanza –por algo abarcó a niños de hasta 2 años–, es de suponer que su nacimiento se remonte al año 6 ANE.
    Esto quedaría corroborado por otro dato: el edicto de empadronamiento que ordenó el emperador Augusto, y que José acató al dirigirse a Belén, fue promulgado entre los años 8 y 6 ANE.
    Pero falta agregar que, como los romanos no conocían el cero, hay un año sandwich entre el 1 «antes de Cristo» y el 1 «después de Cristo», lo que llevaba al desfasaje a siente años, tal como lo calculó Kepler.
    La Navidad cristiana, que se celebraba en enero, fue trasladada al 25 de diciembre en el siglo IV para hacer coincidir el nacimiento de Jesús con la festividad pagana del Sol invicto, en tanto que la solemnidad del sábado que Cristo y sus apóstoles observaban, fue transferida al domingo para trocar el día del Sol en día de Dios.


    Del paganismo al cristianismo

    Los mitos relativos a un dios hombre que nace, muere y resucita se encuentran en casi todos los cultos paganos de la antigüedad: sucedió, entre otros, con Mitra, en Persia; con Atis, en Asia Menor; con Adonis, en Siria; con Dionisio, en grecia, y con Osiris, en Egipto.
    Salvando pequeñas diferencias culturales, el culto a estos dos últimos –Osiris y Dionisio– es prácticamente el mismo; pero no es esto lo llamativo, sino el parecido que tienen con Jesús, que es muy posterior, lo que sugiere que el cirstianismo abrevó en esos mitos paganos para construir su culto.
    Timothy Freke, doctor en filosofía, y Peter Gandy, experto en civilizaciones antiguas, dedicaron un libro de 400 páginas –Los misterios de Jesús. El origen oculto de la religión cristiana (Grijalbo, 2000)– a demostrar que la biografía de Jesús podía construirse partiendo de temas míticos que antes se relacionaban con Osiris-Dionisio.
    Según ambos autores, algunas de esas semejanzas son las siguientes: Osiris-Dionisio son dios hecho carne, el salvador e hijo de Dios; nacen en una cueva o establo el 25 de diciembre, ante tres pastores y ofrecen a sus seguidores la oportunidad de nacer de nuevo mediante el bautismo.
    Convierten el agua en vino en una ceremonia nupcial, entran triunfalmente a la ciudad montados en un asno, mientras la gente agita palmas en su honor, y mueren en tiempos de Pascua como sacrificio por los pecados del mundo.
    Al tercer día resucitan entre los muertos y ascienden al cielo; sus seguidores esperan que regresen para juzgar a los hombres en el fin de los tiempos; sus muertes y resurrecciones se celebran con pan y vino, que simbolizan sus cuerpos y sangre.


    Ver también: Cruz y ficción-La leyenda de Cristo, La deshonestidad de los evangelios y El arquitecto del cristianismo.

  2. © Manuel Harazem

    En los últimos años se ha venido a añadir una tradición más a la amplias panoplia de tradiciones que forman la Navidad: las quejas, las protestas encendidas e incluso los regüeldos de los antinavideños. Se trata de un fenómeno parecido a la ya tradicional y esperada, tanto por tirios como por troyanos, proclama anual antitaurina de Manuel Vicent una semana antes de que comience la feria de San Isidro y que ya forma parte de la misma con la misma carta de naturaleza que el apartado de los toros o el encendido del puro en el tendido 7.
    De manera que todos aquellos que, como yo, sentimos una especie de vértigo de repugnancia cuando se acercan estas fechas nos hemos convertido en unos personajes más de la fiesta, una especie de trasuntos de Mr. Scrooge amargados y metepatas, pero tan necesarios para el buen funcionamiento de la tradición como la decoración superhortera y agresiva o los dulces hiperempalagosos. Algunos de nosotros somos capaces de perlas malafollás como la que sigue, extraída del libro de memorias (La quencia) del crítico literario Miguel García Posada:

    Las navidades entran en tu casa y en tu cuerpo con su miserable secuela de comiditas, pastelitos, y musiquitas que se ríen del nacimiento de un pobre mientras la retórica de la falsa hermandad pone sus gotas de azúcar sobre la realidad, tan brutal como precaria.

    Yo lo suelo llevar con bastante resignación y trato de evitar que mi hígado se encoja ante tal derroche de todo, de dineros, de baba pseudosolidaria y de mal gusto. Cumplo con mis obligaciones familiares lo más ajustadamente posible, devuelvo teatralmente las felicitaciones que recibo y hasta me como resignadamente los mantecados que me ofrecen. Pero hay algo que me pone realmente al borde del ataque de bilis: los villancicos. Ya los vengo sufriendo en el trabajo desde hace unos días: en una minicadena del departamento hospitalario donde trabajo alguien ha decidido violentar mis neuronas con un CD de villancicos flamencos. Como a los grandes almacenes no acudo en estas fiestas a no ser que me vaya en ello la vida, me parece bastante injusto que se me torture en el propio lugar de tortura convencional con semejante extra de crueldad. Justo esta mañana, cuando había decidido escribir algo aquí sobre el tema me encontré con que Manolo Saco ya lo había hecho y bastante mejor que yo, por supuesto. Su comentario Pero mira como beben los grandes almacenes no tiene desperdicio y además retrata exactamente lo que opino sobre esa forma de escatología musical que son los villancicos enlatados y concretamente los flamencos, esas repugnantes lolailadas que Felipe Benítez Reyes definió no hace mucho como esa modalidad específica del flamenco en que a los cantaores y cantaoras parece que los persiguen los apaches para cortarles la cabellera en su columna de El País Andalucía titulado «Melomanía Municipal». El terrible mantra de los peces hidrófagos se convierte en más insufrible aún en las voces sincopadas de los lolailos aguardentosos.

    Fragmento del artículo publicado en 2005, en Supersticiones.

  3. La verdad de la religión

    sábado, diciembre 16, 2006

    © Fernando Savater

    La religión considerada como verdad en el sentido literal y fáctico del término (decir «Dios existe», «el alma es inmortal» o «los santos pueden hacer milagros» resulta cierto en el mismo sentido en que lo es el asegurar «el Océano Pacífico existe», «el cuerpo humano está formado en buena parte por agua» o «los médicos pueden curar a sus pacientes») es la visión más tradicional y la que hoy es de suponer que adopta la inmensa mayoría de las personas religiosas en todo el mundo. Desde una perspectiva filosófica, choca frontalmente con todas las pautas de verificación que utilizamos para aceptar certezas en cualquier otro de los campos del conocimiento. En una palabra, no hay razón para tenerla por ajustada a la realidad. Si alguien desea repasar pormenorizadamente los argumentos racionales a favor del teísmo (la existencia de una persona sin cuerpo, eterna, que está en todas partes, creadora de toda realidad, omnipotente, omnisciente y sumamente bondadosa) puede recurrir al libro de J. L. Mackie titulado El milagro del teísmo, donde son examinados con una honradez tan escrupulosa que a veces bordea el tedio. La conclusión, como los más impacientes ya habíamos previsto, es que no hay evidencia probatoria suficiente para tragarse enormidad semejante. De ahí el título del libro de Mackie, pues al autor le parece milagroso que personas razonables puedan ser también creyentes teístas: pero es que las personas razonables lo son sólo de a ratos y no faltan condicionamientos tanto psicológicos como sociales que hacen inteligible la fe o al menos la profesión de fe. Una actitud que se pretende respetuosa pero que en el fondo no es más que hipócrita o timorata recomienda a este respecto el agnosticismo para evitar las consecuencias socialmente negativas del rechazo puro y simple: «no podemos saber, somos incapaces de fundar el sí o el no». Se trata de una postura intelectualmente inconsistente: o bien incurrimos en un escepticismo absoluto y declaramos no saber nada sobre nada, lo cual resulta desmentido por las estrategias y destrezas que acatamos para orientar nuestra vida cotidiana, o debemos aceptar el mismo uso relativo y sometido a examen pero inequívoco de «verdad» o «falsedad» también en cuestiones religiosas. Es un abuso hipócrita del lenguaje decir que yo no sé si los muertos resucitan o no: sé que no resucitan, de la misma forma que sé cualquiera de las otras cosas de las que estoy razonablemente seguro. Aun más: en lo que respecta al núcleo central de la mayoría de las religiones, es decir la existencia de la propia divinidad, el problema no estriba en que yo no pueda saber si existe o no existe sino en que ni siquiera resulta comprensible qué es lo que ha de existir o no. Una de las piezas más devastadoramente lúcidas de nuestra tradición filosófica, los Diálogos sobre la religión natural, de David Hume, analizan de forma exhaustiva esta perplejidad cuya misma redundancia la convierte en certeza negativa: lo que Hume demuestra es que, dado que nada de mínimamente seguro podemos saber sobre la naturaleza de ese Dios por cuya existencia nos preguntamos, el hecho de que exista o no es igualmente vacuo. No es que no sepamos, sino que no sabemos qué es lo que deberíamos saber: lo que queda así anulado en el agnosticismo no es nuestro conocimiento (en beneficio de la fe) sino nuestro raciocinio (en beneficio de la falsedad). Como bien resume Freud, «la ignorancia es la ignorancia y no es posible derivar de ella un derecho a creer en algo. Ningún hombre razonable se conducirá tan ligeramente en otro terreno ni basará sus juicios y opiniones en fundamentos tan pobres. Solo en cuanto a las cosas más elevadas y sagradas se permitirá semejante conducta» (El porvenir de una ilusión).
    Los creyentes aseguran que no es la razón ni la experiencia, con su frialdad científica, quienes pueden comprobar la verdad de la religión: es el sentimiento, una especie de intuición –ella misma de origen graciosamente natural– que percibe la autenticidad oculta de lo divino. Pero también ese intuicionismo sentimental puede ser explicado sin recurrir a ninguna forma de trascendencia. Desde Jenófanes de Colofón hasta Feuerbach o Freud, abundan los análisis plausibles del sentimiento religioso en su dimensión más ingenua o literal. Viene provocado por el desamparo humano por la certeza de la muerte, por las contrariedades de la existencia y la brevedad del tiempo que duramos en este mundo. Los seres divinos son proyecciones hiperbólicas de nuestros deseos: de nuestro anhelo de vida inacabable e invulnerable, de nuestro afán de una condición bienaventurada que nada puede alterar ni amenazar, de nuestro interés en que las culpas sean castigadas y los méritos recompensados mejor de lo que asegura la incierta justicia humana. Como establece Feuerbach en La esencia de la religión, un opúsculo admirable por su tino y honradez filosófica, «donde no percibas ningún lamento sobre la mortalidad y sobre la condición de miseria del hombre, tampoco sentirás ningún canto en loor de los dioses inmortales y felices. Solamente cuando el agua de las lágrimas del corazón humano se evapora hasta el cielo de la fantasía da origen a la formación nebulosa del ser divino». Así se sacralizan, para acorazarlos frente a la zapa del tiempo y de la muerte, los gestos humanos vitalmente más intensos (amor, paternidad, capacidad para la caza y la guerra, coraje, inventiva, sabiduría…), las virtudes más elogiables (sinceridad, compasión, fervor patriótico, generosidad…) e incluso las instituciones sociales más necesarias (tribunales de justicia, autoridad, la comunidad misma en cuanto abstracción colectiva, etc.). Las religiones naturalistas primitivas divinizaban a los seres naturales no humanos dotándoles de una intencionalidad y un carácter antropomórficos, mientras que los teísmos antropocéntricos posteriores veneran como divino al ser humano, desmesurando y proyectando en la trascendencia sus cualidades esenciales a escala deshumanizada. Por medio de la religión se acuña un ideal compartido en el que cada cual puede hallar cierta compensación frente a las insuficiencias de la realidad establecida, a la par que se contrarrestan los impulsos destructivos y disgregadores que todo individuo siente frente a la disciplina de vida en común, sobre todo en las sociedades más complejas y avanzadas: «La satisfacción narcisista, extraída del ideal cultural, es uno de los poderes que con mayor éxito actúan en contra de la hostilidad adversa a la civilización, dentro de cada sector civilizado» (Sigmund Freud, El porvenir de una ilusión).

    Extraído de la voz “Religión”, en Diccionario filosófico (Planeta, 1995).

    Ver también: Una excelente razón, ¿Dónde ponemos a la religión?, Ensayo contra Dios y El umbral de la religiosidad.

  4. Un manifiesto ateo

    viernes, diciembre 08, 2006

    © Sam Harris
    Traducción de Fernando G. Toledo y J.C. Álvarez

    En algún lugar del mundo un hombre ha secuestrado a una niña. Pronto va a violarla, torturarla y matarla. Si una atrocidad de este tipo no estuviera ocurriendo en este preciso momento, sucederá en unas pocas horas, como máximo unos días. Tanta es la confianza que nos inspiran las leyes estadísticas que gobiernan las vidas de 6 mil millones de seres humanos. Las mismas estadísticas también sugieren que los padres de esta niña creen que en este preciso momento un Dios todopoderoso y amoroso cuida de ellos y su familia. ¿Tienen derecho a creer esto? ¿Es bueno que crean esto?
    No.
    La integridad del ateísmo está contenida en esta respuesta. El ateísmo no es una filosofía; ni siquiera es una visión del mundo; es un rechazo a desmentir lo obvio. Desafortunadamente, vivimos en un mundo en el cual lo obvio es, por principio, pasado por alto. Lo obvio debe ser observado y reobservado y discutido. Ésta es una tarea ingrata. Se la toma con un aura de petulancia e insensibilidad. Es, más que nada, una tarea que el ateo no desea.
    Aunque resulta menos notorio, nadie necesita identificarse a sí mismo como un no-astrólogo o un no-alquimista. Consecuentemente, no tenemos palabras para la gente que niega la validez de esas pseudodisciplinas. En el mismo sentido, «ateísmo» es un término que no debería existir. El ateísmo no es más que el ruido que la gente razonable hace cuando se topa con el dogma religioso. El ateo es simplemente una persona que cree que los 260 millones de estadounidenses (el 87% de la población) que dicen no tener dudas sobre la existencia de Dios deberían estar obligados a presentar pruebas de su existencia, e incluso, de su benevolencia, dada la imparable destrucción de seres humanos inocentes de la que somos testigos a diario.
    Nada más que el ateo advierte cuán sorprendente es nuestra situación: la mayor parte de los nuestros cree en un Dios que, bajo todo concepto, es igual de fantástico que los dioses del Olimpo; nadie, sea cuales fueren sus capacidades, puede ocupar un cargo público en los Estados Unidos sin suponer que ese Dios existe; y muchas de las cosas que pasan en la política pública en este país se deben a tabúes religiosos y supersticiones propias de una teocracia medieval. Nuestra realidad es abyecta, indefendible y horrorosa. Sería graciosa, si las consecuencias no fuesen tan graves.
    Vivimos en un mundo donde todas las cosas, buenas y malas, acaban destruidas por el cambio. Los padres pierden a sus hijos y los hijos a sus padres. Los maridos y esposas se separan por un instante, y nunca se vuelven a ver. Los amigos se despiden con prisa, sin saber que será la última vez que lo hagan. Esta vida, cuando se la mira en su totalidad, se aparece como poco más que un vasto drama de la pérdida. La mayoría de las personas, sin embargo, imaginan que hay una cura para esto. Si vivimos correctamente –ni siquiera éticamente, sino dentro de los parámetros de ciertas creencias antiguas y conductas esterotipadas– obtendremos todo lo que queramos después de que hayamos muerto. Cuando caigan finalmente nuestros cuerpos, simplemente nos desharemos de nuestro lastre corporal y viajaremos a una tierra en la que nos reuniremos con todos los que amamos cuando estábamos vivos. Por supuesto, la gente demasiado racional y demás chusma quedará excluida de este sitio feliz, y aquéllos que suspendieron su increencia mientras vivían serán libres para disfrutar de sí mismos por toda la eternidad.
    Vivimos en un mundo de sorpresas inimaginables –desde la energía de fusión que irradia el sol a la genética y las consecuencias evolutivas de estas luces que bailan por eones desde el Oriente– y todavía el Paraíso conforma a nuestros intereses más superficiales con la comodidad de un crucero por el Caribe. Esto es asombrosamente extraño. Alguien no lo conociera pensaría que el hombre, en su miedo a perder todo lo que ama, ha creado el cielo, junto con su Dios guardián, a su imagen y semejanza.
    Considérese la destrucción que el huracán Katrina dejó en Nueva Orléans. Más de un millar de personas murieron, decenas de miles perdieron todas sus posesiones terrenas y cerca de un millón fueron desposeídas de su hogar. Con seguridad, se puede decir que casi todos los que vivían en Nueva Orléans en el momento del desastre del Katrina creía en un Dios omnipotente, omnisciente y compasivo. ¿Pero qué estaba haciendo Dios mientras un huracán devastaba su ciudad? Seguro que oía la plegarias de los viejos y las mujeres que huían de la inundación hacia la seguridad de sus azoteas, sólo para terminar ahogándose más lentamente. Eran personas de fe. Eran buenos hombres y mujeres que habían rezado durante todas sus vidas. Sólo el ateo ha tenido el coraje de admitir lo obvio: esa pobre gente murió hablándole a un amigo imaginario.
    Claro, había advertencias de que una tormenta de proporciones bíblicas sacudiría Nueva Orléans, y el la respuesta humana al desastre posterior fue trágicamente ineficaz. Pero fue ineficaz sólo bajo la luz de la ciencia. Los indicios del avance del Katrina fueron sacados de la muda Naturaleza mediante cálculos meteorológicos e imágenes satelitales. Dios no le cuenta a nadie sus planes. De haberse confiado los residentes de Nueva Orléans en la caridad del Señor, no se habrían enterado de que un huracán asesino se abatiría sobre ellos hasta que hubieran sentido las primeras ráfagas del viento sobre sus rostros. A pesar de todo, según una encuesta del Washington Post, un 80% de los sobrevivientes del Katrina aseguraban que el suceso había reforzado su fe en Dios.
    Mientras el Katrina devoraba Nueva Orléans, cerca de mil peregrinos chiítas morían al derribarse un puente en Iraq. No caben dudas de que esos peregrinos creían poderosamente en el Dios del Corán: sus vidas estaban organizadas alrededor del hecho indubitable de su existencia; sus mujeres caminaban con el rostro velado delante de él; sus hombres se mataban regularmente unos a otros en nombre de interpretaciones enfrentada de su palabra. Sería de destacar si un solo de los sobrevivientes de esta tragedia perdiera su fe. Lo más probable es que los sobrevivientes imaginen que han sido resguardados por la gracia de Dios.
    Sólo el ateo reconoce el infinito narcisismo y el autoengaño de los que se salvaron. Sólo el ateo comprende cuán moralmente despreciable es que los sobrevivientes de una catástrofe se crean salvados por un Dios amoroso mientras que este mismo Dios ahogaba a los niños en sus cunas. Debido a que se niega a tapar la realidad del sufrimiento del mundo con el disfraz de una fantasía de vida eterna, el ateo siente hasta en los huesos cuán preciosa es la vida, y al mismo tiempo cuán desafortunados sos esos millones de seres humanos que sufren el más terrible ataque a su felicidad sin ninguna razón valedera.
    Uno se pregunta cuán vasta y gratuita tiene que ser una castástrofe para que alcance a a sacudir la fe del mundo. El Holocausto no lo consiguió. Tampoco lo habría hecho el genocidio en Ruanda, ni aunque sus perpetradores fuesen sacerdotes armados con machetes. Quinientos millones de personas murieron de viruela durante el siglo XX, casi todos niños. Los caminos de Dios son, sin duda, inescrutables. Pareciera que cualquier hecho, no importa cuán infeliz sea, puede ser compatible con la fe religiosa. En materia de fe, hemos decidido no tener los pies en la Tierra.
    Por supuesto, la gente de fe asegura que Dios no es responsable del sufrimiento de la humanidad. Pero, ¿cómo podemos entender que se afirme que Dios es a la vez omnisciente y omnipotente? No hay otro modo, y es tiempo de que los seres humanos razonables lo asuman. Es el viejo problema de la teodicea, claro, y deberíamos considerarlo resuelto. Si Dios existe, pues no puede hacer nada por detener las más descomunales calamidades o no le importa hacerlo. Dios, por consiguiente, o es impotente o es malvado. Los lectores piadosos ejecutarán ahora la siguiente pirueta: Dios no puede ser juzgado por las simples reglas humanas de moralidad. Pero, obviamente, las simples reglas humanas de moralidad son precisamente las que primero usan los fieles para establecer la bondad de Dios. Y cualquier Dios que se preocupara por algo tan trivial como un matrimonio gay o el nombre por el que debe ser mencionado en una plegaria, no es tan inescrutable después de todo. Si existiera, el Dios de Abraham no sería solamente indigno de la inmensidad de la creación, sería indigno de cualquier hombre.
    Hay otra posibilidad, claro, y es la más razonable y la más odiosa: el Dios de la Biblia es una ficción. Como Richard Dawkins ha observado, todos somos ateos con respecto a Zeus y a Thor. Sólo el ateo ha concluido que el dios bíblico no es diferente. Consecuentemente, sólo el ateo es lo suficientemente compasivo como para tomarse en serio la hondura del sufrimiento mundial. Es terrible que todos vayamos a morir y perder cada cosa que amamos; es doblemente terrible que tantos seres humanos sufran sin necesidad mientras viven. Buena parte de ese sufrimiento puede ser directamente atribuido a la religión –a los odios religiosos, las guerras religiosas, las ilusiones religiosas (religious delusions) y las diversiones religiosas de escasos recursos–, y es lo que convierte al ateísmo en una necesidad moral e intelectual. Es una necesidad, de todos modos, que el desplaza al ateo hacia los márgenes de la sociedad. El ateo, por el mero hecho de estar en contacto con la realidad, termina lleno de vergüenza al no tener relación con la vida de fantasía de sus vecinos.

    La naturaleza de la creencia
    Según varias encuestas recientes, el 22 % de los americanos están totalmente convencidos de que Jesús volverá a la Tierra algún día de los próximos 50 años. Otro 22% cree que lo anterior es bastante probable. Seguramente este mismo 44 % de americanos son los que van a la iglesia una vez por semana o más, que creen literalmente que Dios prometió la tierra de Israel a los judíos, y que quieren prohibir la enseñanza del hecho biológico de la evolución a nuestros hijos. Como bien sabe el Presidente George W. Bush, los creyentes de esta categoría constituyen el segmento más cohesionado y motivado del electorado americano. Por consiguiente, sus opiniones y prejuicios influyen en casi todas las decisiones de importancia nacional. Los políticos liberales parecen haber extraído una lección incorrecta de estos acontecimientos y han vuelto su mirada hacia las Escrituras, preguntándose cómo podrían congraciarse con las legiones de hombres y mujeres de nuestro país que votan en gran parte basándose en el dogma religioso. Más del 50 % de los americanos tiene una opinión «negativa» o «sumamente negativa» de la gente que no cree en Dios; el 70 % piensa que es muy importante que los candidatos a la presidencia sean «firmemente religiosos». La irracionalidad se encuentra ahora en ascenso en los Estados Unidos: en nuestras escuelas, en nuestros tribunales y en cada rama del gobierno federal. Sólo el 28 % de los americanos cree en la evolución; el 68 % cree en Satán. Una ignorancia de tal calibre, concentrada tanto en la cabeza como en el vientre de una superpotencia sin rival, representa actualmente un problema para el mundo entero.
    Aunque sea bastante fácil para la gente de buen tono criticar el fundamentalismo religioso, la llamada «moderación religiosa» todavía disfruta de un prestigio considerable en nuestra sociedad, incluso dentro de la torre de marfil. Lo anterior resulta irónico, ya que los fundamentalistas tienden a hacer un uso de sus cerebros más basado en principios que los «moderados». Aunque los fundamentalistas justifiquen sus creencias religiosas con pruebas y argumentos extraordinariamente pobres, al menos intentan dar una justificación racional. Los moderados, en cambio, generalmente no hacen más que citar las consecuencias benéficas de la creencia religiosa. En lugar de decir que creen en Dios porque ciertas profecías bíblicas se han cumplido, los moderados dirán que ellos creen en Dios porque esta creencia «da sentido a sus vidas».
    Cuando un tsunami mató a cien mil personas el día siguiente al de Navidad, los fundamentalistas interpretaron fácilmente este cataclismo como una prueba de la ira de Dios. Al parecer, Dios había enviado otro mensaje oblicuo a la humanidad sobre los males del aborto, la idolatría y la homosexualidad. Aunque moralmente obscena, esta interpretación de los acontecimientos es hasta cierto punto razonable, aceptando determinadas suposiciones (absurdas). Los moderados, en cambio, rechazan extraer cualquier conclusión sobre Dios a partir de sus obras. Dios sigue siendo un perfecto misterio, una mera fuente de consuelo que es compatible con la existencia del mal más desolador. Ante desastres como el tsunami asiático, la piedad liberal es apta para producir las más afectadas y pasmosas tonterías imaginables. Así y todo, los hombres y mujeres de buena voluntad prefieren habitualmente tales vacuidades a la moralización y profetización odiosas de los creyentes auténticos. Ante las catástrofes, sin duda es una virtud de la teología liberal que ésta enfatice la piedad sobre la ira. Vale la pena señalar, sin embargo, que es la piedad humana lo que se revela --no la de Dios-- cuando los cuerpos hinchados de los muertos son devueltos por el mar. Cuando miles de niños son arrancados simultáneamente de los brazos de sus madres y ahogados en el mar durante días, la teología liberal debe revelarse como lo que es --el más vacuo y estéril de los pretextos mortales. Incluso la teología de la ira tiene más mérito intelectual. Si Dios existe, su voluntad no es inescrutable. Lo único inescrutable en estos hechos terribles es que hombres y mujeres neurológicamente sanos puedan creer lo increíble y pensar que esto es la cumbre de la sabiduría moral.
    Es completamente absurdo sugerir, como hacen los religiosos moderados, que un ser humano racional pueda creer en Dios simplemente porque esta creencia le hace feliz, porque alivia su miedo a la muerte o porque otorga sentido a su vida. La absurdidad se hace obvia en el momento en que cambiamos la noción de Dios por alguna otra proposición de consuelo: imaginemos, por ejemplo, que un hombre desea creer que existe un diamante enterrado en algún lugar de su patio trasero, y que este diamante es del tamaño de un refrigerador. Sin duda, se sentirá extraordinariamente bien al creer esto. Imaginemos qué pasaría entonces si ese hombre siguiera el ejemplo de los religiosos moderados y mantuviera dicha creencia en términos pragmáticos: cuando se le pregunta por qué piensa que hay un diamante en su patio trasero y que además ese diamante es miles de veces mayor que ningún otro que haya sido descubierto, el hombre dice cosas como las siguientes: «Esta creencia da sentido a mi vida», o «Mi familia y yo disfrutamos cavando para encontrarlo los domingos», o «Yo no querría vivir en un universo donde no hubiera un diamante enterrado en mi patio trasero y que fuera del tamaño de un refrigerador». Claramente estas respuestas son inadecuadas. Pero son peores que eso. Son las respuestas de un loco o de un idiota.
    Aquí podemos ver por qué la apuesta de Pascal, el «salto de fe» de Kiergegaard y otros esquemas epistemológicos fideístas no tienen el menor sentido. Creer que Dios existe es creer que uno se encuentra en alguna relación con su existencia, tal que dicha existencia es ella misma la razón de la creencia de uno. Debe haber alguna conexión causal, o al menos una apariencia de ésta, entre el hecho en cuestión y la aceptación de ese hecho por parte de la persona. De este modo, podemos ver que las creencias religiosas, para ser creencias sobre cómo es el mundo, deben ser tan probatorias en el ámbito del espíritu como en cualquier otro ámbito. Pese a todos sus pecados contra la razón, los fundamentalistas religiosos entienden lo anterior; los moderados --casi por definición-- no lo entienden en absoluto.
    La incompatibilidad entre la razón y la fe ha sido un rasgo evidente de la cognición humana y del discurso público durante siglos. Una persona debe tener buenas razones para sostener firmemente lo que cree o lo que no cree. Las personas de todos los credos generalmente reconocen la primacía de las razones, y recurren al razonamiento y a las pruebas siempre que pueden. Cuando la indagación racional apoya el credo, aquélla siempre es defendida; cuando representa una amenaza, es ridiculizada, a veces en la misma frase. Sólo cuando las pruebas favorables a una doctrina religiosa son escasas o inexistentes, o hay una evidencia aplastante en su contra, sus defensores invocan la «fe». Es decir, los fieles simplemente citan los motivos para defender sus creencias (por ejemplo, «el Nuevo Testamento confirma las profecías del Antiguo testamento», «yo vi la cara de Jesús en una ventana», «rezamos, y el cáncer de nuestra hija comenzó a retroceder»). Tales razones son generalmente inadecuadas, pero son mejores que ninguna razón en absoluto. La fe no es más que la licencia que la gente religiosa se otorga a sí misma para seguir creyendo cuando las razones fallan. En un mundo fragmentado por creencias religiosas incompatibles entre sí, en una nación que se encuentra cada vez más sometida a concepciones propias de la Edad de Hierro acerca de Dios, el final de la historia y la inmortalidad del alma, esta lánguida división de nuestro discurso en asuntos de razón y asuntos de fe es sencillamente inadmisible.

    La fe y la sociedad buena
    La gente de fe afirma regularmente que el ateísmo es responsable de algunos de los crímenes más espantosos del siglo XX. Aunque sea cierto que los regímenes de Hitler, Stalin, Mao y Pol Pot eran irreligiosos en diversos grados, no eran especialmente racionales. De hecho, sus declaraciones públicas eran poco más que letanías de ilusiones: ilusiones sobre la raza, la identidad nacional, la marcha de la historia o los peligros morales del intelectualismo. En muchos sentidos, la religión fue directamente culpable incluso en estos casos. Consideremos el Holocausto: el antisemitismo que construyó pieza a pieza los crematorios nazis era una herencia directa del cristianismo medieval. Durante siglos, los alemanes religiosos habían visto a los judíos como la peor especie de herejes, y habían atribuido todos los males sociales a su presencia continuada entre los fieles. Mientras en Alemania el odio a los judíos se expresaba de un modo predominantemente secular, la demonización religiosa de los judíos continuó existiendo en Europa. (El propio Vaticano perpetuó el libelo de la sangre en sus publicaciones, en una fecha tan tardía como 1914.)
    Auschwitz, el Gulag y los campos de la muerte no son ejemplos de lo que ocurre cuando la gente se hace demasiado crítica con las creencias injustificadas; al contrario, estos horrores son un testimonio de los peligros que conlleva el no pensar lo bastante críticamente sobre ideologías seculares específicas. Por supuesto, un argumento racional contra la fe religiosa no es un argumento para abrazar ciegamente el ateísmo como dogma. El problema expuesto por el ateo no es otro que el problema del dogma mismo (del que toda religión participa en grado extremo). No existe ninguna sociedad en la historia escrita que haya sufrido porque su gente se volviera demasiado razonable.
    Aunque la mayor parte de los americanos creen que deshacerse de la religión es un objetivo imposible, la mayor parte del mundo desarrollado ya lo ha conseguido. Cualquier relato sobre un supuesto «gen divino», el cual sería responsable de que la mayoría de los americanos organicen desvalidamente sus vidas alrededor de antiguas obras de ficción religiosa, debe explicar por qué tantos habitantes de otras sociedades del Primer Mundo parecen carecer de dicho gen. El nivel de ateísmo existente en el resto del mundo desarrollado refuta cualquier argumento según el cual la religión es de algún modo una necesidad moral. Países como Noruega, Islandia, Australia, Canadá, Suecia, Suiza, Bélgica, Japón, Países Bajos, Dinamarca y el Reino Unido se encuentran entre las sociedades menos religiosas de la Tierra. Según el Informe de Desarrollo Humano 2005 de las Naciones Unidas, dichos países son también los más sanos, como indican las medidas de esperanza de vida, alfabetismo adulto, ingresos per cápita, desarrollo educativo, igualdad entre sexos, tasa de homicidios y mortandad infantil. A la inversa, las 50 naciones que ahora se encuentran en el escalafón más bajo en términos de desarrollo humano son fuertemente religiosas. Otros análisis reflejan la misma situación: los Estados Unidos son únicos entre las democracias ricas por su nivel de fundamentalismo religioso y por su oposición a la teoría evolutiva; también son únicos por las altas tasas de homicidio, abortos, embarazos de adolescentes, casos de SIDA y mortandad infantil. La misma comparativa es cierta dentro del territorio de los Estados Unidos: los Estados del Sur y del Medio Oeste, caracterizados por los niveles más altos de superstición religiosa y de hostilidad hacia la teoría evolutiva, están especialmente afectados por los mencionados indicadores de disfunción social, mientras que los estados relativamente seculares del Noreste se conforman más a los estándares europeos. Desde luego, los datos correlacionales de este tipo no resuelven las cuestiones de causalidad --la creencia en Dios puede conducir a la disfunción social; la disfunción social puede dar lugar a la creencia en Dios; cada factor puede fomentar el otro; o bien ambos factores pueden surgir de alguna fuente más profunda de disfuncionalidad. Dejando aparte la cuestión de la causa y el efecto, estos hechos demuestran que el ateísmo es absolutamente compatible con las aspiraciones básicas de una sociedad civil; también demuestran, de manera concluyente, que la fe religiosa no hace nada para asegurar la salud y el bienestar de una sociedad.
    Los países con altos niveles de ateísmo también son los más caritativos en términos de prestación de ayuda extranjera al mundo en desarrollo. El dudoso eslabón existente entre el fundamentalismo cristiano y los valores cristianos también es refutado por otros índices de caridad. Consideremos la proporción entre los salarios de los altos ejecutivos y los salarios de los empleados medios: en Gran Bretaña es de 24 a 1; en Francia, de 15 a 1; en Suecia, de 13 a 1; en los Estados Unidos, donde el 83 % de la población cree que Jesús literalmente resucitó de entre los muertos, es de 475 a 1. Parece que aquí muchos camellos esperan entrar fácilmente por el ojo de una aguja.

    La religión como fuente de violencia
    Uno de los mayores desafíos afrontados por la civilización en el siglo XXI es que los seres humanos aprendan a hablar sobre sus intereses personales más profundos –sobre la ética, la experiencia espiritual y la inevitabilidad del sufrimiento humano– de un modo que no sea flagrantemente irracional. Nada obstaculiza más el camino de este proyecto que el respeto que concedemos a la fe religiosa. Doctrinas religiosas incompatibles han balcanizado nuestro mundo en comunidades morales separadas –cristianos, musulmanes, judíos, hindúes, etc.– y estos desacuerdos se han convertido en una fuente continua de conflicto humano. Ciertamente, la religión es hoy en día una fuente activa de violencia, tanto como lo fue en cualquier momento del pasado. Los conflictos recientes en Palestina (judíos contra musulmanes), los Balcanes (serbios ortodoxos contra croatas católicos; serbios ortodoxos contra musulmanes bosnios y albaneses), Irlanda del Norte (protestantes contra católicos), Cachemira (musulmanes contra hindúes), Sudán (musulmanes contra cristianos y animistas), Nigeria (musulmanes contra cristianos), Etiopía y Eritrea (musulmanes contra cristianos), Sri Lanka (budistas cingaleses contra hindúes tamiles), Indonesia (musulmanes contra cristianos timoreses), Irán e Irak (musulmanes chiítas contra musulmanes sunníes), y Cáucaso (rusos ortodoxos contra musulmanes chechenos; musulmanes azerbaijanos contra armenios católicos y ortodoxos) son simplemente algunos ejemplos. En estos lugares, la religión ha sido la causa explícita de literalmente millones de muertos en los últimos 10 años.
    En un mundo dividido por la ignorancia, sólo el ateo se niega a rechazar lo evidente: la fe religiosa promueve la violencia humana a un nivel asombroso. La religión inspira la violencia en al menos dos sentidos: (1) a menudo las personas matan a otros seres humanos porque creen que el Creador del Universo quiere que así lo hagan (el corolario psicopático inevitable es que tal acto les asegurará una eternidad de felicidad después de la muerte). Los ejemplos de este tipo de comportamiento son prácticamente innumerables, siendo el más destacado el de los terroristas suicidas jihadistas. (2) Un número cada vez mayor de personas se encuentran inclinadas hacia el conflicto religioso, simplemente porque su religión constituye el corazón de sus identidades morales. Una de las patologías duraderas de la cultura humana es la tendencia a educar a los niños en el temor y a demonizar a otros seres humanos en base a la religión. Muchos conflictos religiosos que parecen motivados por intereses terrenales son, por lo tanto, de origen religioso. (Los irlandeses lo saben muy bien.)
    A pesar de todos estos hechos innegables, los religiosos moderados tienden a imaginarse que el conflicto humano siempre puede reducirse a la carencia de educación, a la pobreza o a los agravios políticos. Ésta es una de las muchas ilusiones de la piedad liberal. Para disiparla, sólo tenemos que pensar en el hecho de que los secuestradores del 11-S eran universitarios de clase media-alta que no tenían ninguna historia conocida de opresión política. Sin embargo, habían pasado una cantidad de tiempo excesiva en su mezquita local, oyendo hablar de la depravación de los infieles y de los placeres que esperan a los mártires en el Paraíso. ¿Cuántos arquitectos e ingenieros aeronáuticos deberán volver a estrellarse contra una pared a 400 millas por hora, antes de que admitamos que la violencia jihadista no es un asunto de educación, política o pobreza? La verdad, bastante asombrosa, es la siguiente: una persona puede ser tan culta e instruída como para construir una bomba nuclear, y así y todo creer que obtendrá a 72 vírgenes en el Paraíso para toda la eternidad. Tal es la facilidad con que la mente humana puede ser alienada por la fe, y tal es el grado de acomodación de nuestro discurso intelectual a la ilusión religiosa. Sólo el ateo ha observado lo que ahora debería ser evidente para todo ser humano pensante: si queremos desarraigar las causas de la violencia religiosa debemos desarraigar las falsas certezas de la religión.

    ¿Por qué la religión es una fuente tan poderosa de violencia humana?
    • Nuestras religiones son intrínsecamente incompatibles entre sí. Jesús resucitó de entre los muertos y volverá a la Tierra como un superhéroe, o no; el Corán es la palabra infalible de Dios, o no lo es. Cada religión hace afirmaciones explícitas sobre cómo es el mundo, y la profusión abrumadora de estas afirmaciones incompatibles –que además son dogmas de fe obligatorios para todos los creyentes– crea una base duradera para el conflicto.
    • No hay ninguna otra esfera del discurso en la que los seres humanos articulen de manera tan clara sus diferencias mutuas, o en la que expresen estas diferencias en términos de recompensas y castigos eternos. La religión es la única realidad humana en la que el pensamiento nosotros-ellos alcanza una importancia trascendente. Si una persona cree realmente que llamar a Dios por su nombre correcto puede marcar la diferencia entre la felicidad eterna y el sufrimiento eterno, entonces se hace bastante razonable tratar con rudeza a los herejes e incrédulos. Hasta puede ser razonable matarlos. Si una persona piensa que hay algo que otra persona puede decirles a sus hijos que podría poner en peligro sus almas para toda la eternidad, entonces el vecino hereje es en realidad mucho más peligroso que el más sádico violador infantil. Los estigmas de nuestras diferencias religiosas son enormemente más pronunciados que los nacidos del mero tribalismo, del racismo o de la política.
    La fe religiosa es un poderoso obstáculo al diálogo. La religión no es más que el área de nuestro discurso donde las personas se protegen sistemáticamente de la exigencia de aportar pruebas en defensa de sus creencias firmememente sostenidas. Así y todo, estas creencias de las personas a menudo determinan para qué viven, para qué morirán, y –demasiado a menudo– para qué matarán. Éste es un problema muy grave, porque cuando los estigmas diferenciales son muy pronunciados los seres humanos sólo encuentran una opción entre el diálogo y la violencia. Sólo una buena voluntad fundamental de ser razonable –de manera que nuestras creencias sobre el mundo sean revisadas por nuevas pruebas y nuevos argumentos– puede garantizar que sigamos hablando entre nosotros. La certeza sin pruebas es necesariamente divisoria y deshumanizadora. Aunque no existe ninguna garantía de que la gente racional siempre vaya a ponerse de acuerdo, indudablemente la gente irracional siempre estará dividida por sus dogmas. Parece sumamente improbable que podamos curar los desacuerdos existentes en nuestro mundo simplemente multiplicando las ocasiones para el diálogo interconfesional.
    El objetivo de la civilización no puede ser la tolerancia mutua ni la irracionalidad manifiesta. Aunque todos los partidarios del discurso religioso liberal han acordado pasar de puntillas por aquellos puntos en los que sus visiones del mundo chocan frontalmente, estos mismos puntos seguirán siendo fuentes de conflicto perpetuo para sus correligionarios. La corrección política, por lo tanto, no ofrece una base duradera para la cooperación humana. Si la guerra religiosa debe hacerse inconcebible para nosotros, del mismo modo que ya lo son la esclavitud y el canibalismo, es absolutamente necesario prescindir de todos los dogmas de fe.
    Cuando tenemos razones para creer lo que creemos, no tenemos ninguna necesidad de fe; cuando no tenemos ninguna razón, o sólo tenemos malas razones, hemos perdido nuestra conexión con el mundo y con los seres humanos. El ateísmo no es sino un compromiso con el nivel más básico de honestidad intelectual: las convicciones de una persona deberían ser proporcionales a sus pruebas. Pretender estar seguro de algo cuando no se está –en realidad, pretender estar seguro sobre proposiciones para las que ni siquiera es concebible prueba alguna– es un defecto tanto intelectual como moral. Sólo el ateo ha comprendido esto. El ateo es simplemente una persona que ha percibido la mentira de la religión y que ha rechazado convertirla en una mentira propia.

    Artículo original en Truth Dig.
    Ver también: Una excelente razón, Propuesta y El mal demuestra que Dios no existe.

  5. Evangelio edulcorado

    viernes, diciembre 01, 2006


    © Fernando G. Toledo

    La primera película estrenada en el Aula Pablo VI del Vaticano no podía ser más que esto: El nacimiento (The Nativity Story), una cinta chata, anodina, de escaso ritmo, vacía de novedades y de una obsecuencia oficialista abrumadora. Hasta el encarnizamiento masoquista de Mel Gibson en su La pasión de Cristo tenía más méritos que esta película, que narra con un tono de evangelio edulcorado la historia contenida en los sinópticos acerca de la anunciación a María de la concepción del Mesías.
    La directora Catherine Hardwicke ha realizado una película que tiene algunos de los esquemas de un telefilme. Pequeñas unidades temáticas intercaladas por pausas narrativas, abundancia de planos medios y personajes estereotipados conforman el modesto cóctel de esta cinta protagonizada por Keisha Castle-Hughes (en un papel que no le traerá elogios como el de Jinete de ballenas), Oscar Isaac (en un José que al menos deja entrever algo de sangre) y Ciarán Hinds (como el malo Herodes, sin posibilidad de lucirse).
    Si algo aparece como un logro argumental, que la muy cristiana Hardwicke no ha sabido explotar con el carácter suficiente, es la tensión y el escepticismo que aparece entre los familiares y el propio José ante el descubrimiento de que María está embarazada sin que su marido la haya tocado jamás.
    Lo demás es propio de las estampitas y lo que caracteriza a las mitologías: un arcángel (¡la única osadía es que su piel es oscura!), la estrella de Belén que ilumina como un reflector el pesebre del niño recién nacido, un trazo pobremente humorístico de los Reyes Magos –se les permiten demasiados minutos para el escaso peso que dan a la historia–, una débil exploración en el contexto político de la época y toda el aura de cuidada condescendencia para con el canon hacen de El nacimiento una película cuya mejor excusa de larga vida será que inundará las clases de catequesis. No por sus logros estéticos, sino por su conformismo y su mediocridad sin altisonancias.

    Ver también: Cruz y ficción, Una misa en clave expresionista, Polémica presente, cine sin futuro y De códigos y blasfemias.