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  1. Por qué no creo en el alma

    martes, febrero 27, 2007

    © Gonzalo Puente Ojea

    Desde 1981, la Santa Sede parece que pudo percatarse de que la irreflexiva y apologética adhesión –incluso si lo era de modo formal y no oficial– a la cosmología del Big Bang constituía una nueva imprudencia que podía entrañar graves consecuencias. En el Mensaje pontificio de 1996 a la Academia de Ciencias, se dice cautelarmente que «una teoría es una elaboración metacientífica, distinta de los resultados de la observación pero consistente con ellos». Es probable que las fisuras ya manifiestas en ese modelo cosmológico hayan motivado, al menos en parte, esta declaración cautelar. Pero la Iglesia debe saber que, aunque la ciencia no puede ni desea situarse –ni negativa ni positivamente– en el terreno de las especulaciones teológicas, la acumulación de resultados científicos bien conocidos ha legitimado una sólida presunción de inverosimilitud de las concepciones mítico-religiosas en general, incluida la católica. Sin embargo, el estado fluido de las investigaciones científicas en el plano de la cosmología añade un elemento más de indefinición a todo intento, por parte de las religiones teístas, de invocar resultados de dichas investigaciones para otorgar crédito a las cláusulas de su respectiva fe. Es una empresa imposible, porque no parece que haya o pueda haber fundamento epistemológico alguno para dar un salto que permita inferir, a partir de las ciencias, la existencia de entes inmateriales –y que no se someten a las leyes físicas–, tales como dioses, espíritus, duendes, etc. Estos entes serían objetivamente inidentificables para la experiencia intersubjetiva dirigida por las reglas de la observación empírica en el contexto del criterio de falsabilidad; y, por consiguiente, sin valor cognitivo real.

    Inmaterialidad

    Situados en esta coyuntura, tampoco resulta ya productivo para el conocimiento objetivo de tales supuestos entes metaempíricos recurrir a la discusión –en sí misma teóricamente agotada– de los argumentos clásicos de la teología natural –ontológicos, cosmológicos (de causalidad y de designio inteligente)–, o a los argumentos, constitutivamente inconcluyentes, de orden subjetivo (revelación histórica o personal, experiencia religiosa ordinaria o mística).

    Pero el espectacular progreso de las llamadas ciencias de la vida comienza a trasladar el debate sobre la cuestión de la religión a un dominio de conocimientos que, quizá por primera vez, afecta directamente al correlato del discurso sobre Dios: la existencia de almas inmateriales e inmortales que, en virtud de los designios divinos, son conducidas, en función de sus propias acciones, a un más allá sobrenatural después de la muerte. Estimo que puede afirmarse, sin hipérbole, que la cuestión de la religión en general, y la cuestión de la existencia de Dios en particular, va a decidirse en el terreno de la hipótesis de la existencia de «almas» personales o impersonales dotadas de los atributos de inmaterialidad espiritual y de inmortalidad, a la vista de los conocimientos científicos sobre la estructura física y neural del ser humano. Así como la cláusula fundamental de toda religión se refiere a la existencia de la divinidad en alguna de sus formas ontológicas, y en este plano los resultados alcanzados por la cosmología científica –y ciencias correlativas– hasta la fecha no ofrecen la coherencia y la consensualidad indispensables para extraer conclusiones que avalen la altísima improbabilidad de tal existencia, por el contrario la otra cláusula necesaria para la construcción misma de toda teología –es decir, la existencia de almas o espíritus inmateriales e inmortales– está experimentando, en cuanto a su pretensión de verdad, una creciente y estrecha dependencia de los novísimos conocimientos que a ritmo cuasi-exponencial nos están suministrando ya las ciencias de la vida, y dentro de éstas, particularmente, la biología molecular, la bioquímica y las neurociencias. Ésta es la gran novedad derivada de los fascinantes avances de estas ciencias por lo que se refiere al origen y unidad psicofísica del ser humano. La psicología popular, hondamente enraizada en la visión miticorreligiosa del mundo, está siendo sistemáticamente sometida a un riguroso estudio de sus infraestructuras materiales. Hasta ahora poseíamos ya hipótesis muy sólidas sobre la génesis de la idea de alma en la mente del hombre prehistórico, y en este aspecto sigue pareciéndome acertada, y fecundísima para explicar el origen del sentimiento religioso, la hipótesis animista de E. B. Tylor –tal vez matizada con las importantes aportaciones de G. Bueno sobre los númenes animales–.

    Hay que hacer constar aquí, incidentalmente, que son tan esencialmente animistas las religiones prehistóricas o las de los actuales pueblos «primitivos», como lo son los monoteísmos del Libro o las religiones orientales, por ejemplo. El animismo es una concepción primaria del mundo que constituye el cimiento roqueño y tenaz de la visión dualista alma-cuerpo que sigue funcionando como el motor de todas las filosofías espiritualistas que alimentan las innumerables formas de la fe religiosa de nuestro mundo.


    El «peligro» animista


    La fenomenología religiosa dominante ha conseguido aparcar el término de animismo para designar en exclusiva las creencias y prácticas religiosas de ciertas etnias africanas, lo cual permite realizar estratégicamente la exclusión de las grandes religiones –pretéritas y presentes– del género animismo, término que las define a todas por igual en cuanto a su propia esencia, aunque se vistan con diversos ropajes.

    El peligro que entraña el fenómeno animista en el contexto del nacimiento y evolución del sentimiento religioso es hondamente inquietante para el crédito de las grandes religiones. Un ejemplo mayor que hace patente la turbación que genera el animismo en el apologeta de la fe, está representado por el fenomenólogo cristiano Rudolf Otto, en su célebre ensayo Lo santo. Lo racional y lo irracional en la idea de Dios (trad. esp. de 1925, de su obra Das Heilige), como puede comprobarse consultando los Capítulos XIV-XVI, donde se esfuerza en aislar lo santo, y la fe en el espíritu, de lo que para él solamente son las aguas turbias de la mente primitiva (hechizo, magia, cultos funerarios, etc.). Sin explicarnos cómo, afirma Otto que «es fácil demostrar que las representaciones de los espíritus no necesitan para producirse mediaciones fantásticas a que acuden los animistas. Pero el origen de la representación de los “espíritus” no es aquí lo importante, sino el aspecto sentimental que con ello se relaciona» (p. 156, c.m.).

    Obsesionado por su concepto de lo numinoso (tremendo, inefable, misterioso), olvida que las aguas turbias filtradas por la especulación religiosa ulterior fluyen de la imaginación del hombre prehistórico que creyó encontrar en la hipótesis animista un principio (falso) de racionalidad.

    Investigar el cerebro

    Pero apenas conocíamos nada sobre cómo se generan las representaciones mentales en el cerebro humano, en función de las percepciones sensoriales y sus respuestas. Ahora empieza a conocerse algo, y están en marcha importantes programas de investigación neurológica sobre ese complejísimo sistema biológico de input-out-put que es el cerebro humano. Es todavía poco lo que se conoce, más o menos satisfactoriamente, de esta magna y decisiva cuestión. Sin embargo, poseemos ya, en gran medida, lo principal, a saber: el planteamiento metodológico fundamental para conocer la génesis de las funciones mentales del cerebro, y las premisas epistemológicas esenciales para desvelar los mecanismos biológicos que están detrás del repertorio de significados con los que los seres humanos interpretan sus experiencias externas e internas. Algún día, quizá no tan lejano, las neurociencias podrán explicarnos, desde la complejidad y el orden creciente de la evolución de las estructuras materiales del organismo humano, cómo se forjó cerebralmente en la mente del hombre prehistórico la idea de alma –pórtico de la religión y sostén primordial de la visión miticorreligiosa de la realidad, que alimenta la conciencia de los creyentes–, pero no sólo a través de las experiencias personales del hombre prehistórico en su entorno cotidiano tal como las descubrió genialmente Tylor, sino también, y sobre todo, mediante un conocimiento de las funciones de las redes neuronales y demás estructuras del sistema nervioso. Saldrá entonces la humanidad culta de las fantasías míticas que nutren la fe religiosa, y paulatinamente los traficantes en salvación tendrán que dejar su lugar a mejores pedagogos de la felicidad humana, aun en las modestas cuotas que permite nuestro propio estatuto ontológico.


    Publicado en El Mundo, el 28 de mayo de 2000, y en El mito del alma (2000) y Opus minus (2003).

    Ver también: Entrevista a Puente Ojea, Subterfugios apologéticos, El conflicto irresoluble, Un hondo malestar (1 y 2).


  2. Un hondo malestar (2)

    martes, febrero 20, 2007

    © Gonzalo Puente Ojea

    La teoría de la evolución [...] es una teoría materialista, que descarta a «a priori» toda especulación metafísica o religiosa que se recree en introducir conceptos indefinibles e infalsables como espíritu, trascendencia divina, alma, etc. El Mensaje [a la Academia Pontificia de Ciencias] elude calculadamente este punto científico fundamental, y sólo habla, con la oportuna cautela, de interpretaciones, pero mencionadas todas juntas como en un totum revolutum. ¡Inveteradas argucias semánticas clericales!...

    Luego, el Mensaje aborda ya el tema candente del «alma humana» y, en consecuencia, la cuestión decisiva de la supuesta estructura dualista del universo. Es evidente que la doctrina católica no puede admitir una cosmología de base monista en cuanto regida por la materia. Pero esta base no acude a ninguna filosofía legitimadora, sino que se limita a categorizar científicamente bajo el nombre de materia –o energía, si se prefiere– el conjunto de referentes observables o cuantificables sobre los que operan los métodos, técnicas e instrumentos que utilizan las ciencias naturales. Según la doctrina católica, las almas y los espíritus –y, en su cima, el Gran Espíritu– son entidades superiores e inderivables de la materia, y constituyen un mundo inteligible ontológicamente inmutable en virtud del acto creador de la Divinidad en cuanto instancia existente a se y per se. Moviéndose implícitamente en estas coordenadas, el Mensaje reconoce que «el Magisterio de la Iglesia es directamente concernido por la cuestión de la evolución, porque implica la concepción del hombre: la Revelación nos enseña que fue creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1:27-29)». Así, justamente por esto, el hombres es «la única criatura sobre la tierra que Dios ha querido por sí misma», dice aquí el Papa citando la Constitución Gaudium et Spes, 24. Tras este preámbulo, el Mensaje declara que por todas estas razones «Pío XII acentuara este punto esencial: si el cuerpo humano toma su origen de la materia viva preexistente, el alma espiritual es creada inmediatamente por Dios (animal enim a Deo inmediate creari catholica fides nos reginere inhet) (Humani generis, DZ 2332)» (5). O sea, la gran innovación, contraria al Génesis y a la Tradición eclesiástica, lo había dado, como ya he explicado, el gran pontífice Pío XII. El nuevo Mensaje no hace más que confirmarlo solemnemente: evolución biológica inmemorial del cuerpo humano, creación inmediata por Dios del alma humana. Dividiendo equitativamente la tarta, la Iglesia cree zanjar sus diferencias con la ciencia –diferencias muy inconfortables, crecientemente inconfortables, porque merman peligrosamente la pretensión de poseer la verdad en abierta contradicción con conocimientos seguros que habían ya invadido los dominios del saber, y porque reintegraba la paz de conciencia a numerosos creyentes que no podían renunciar a conocer–. «En consecuencia –se concluye–, las teorías de la evolución que, de conformidad con las filosofías que las inspiran, consideran la mente como emergiendo de las fuerzas de la materia viva, o como un mero epifenómeno de esta materia, son incompatibles con la verdad acerca del hombre» (5) (cursivas mías). La Iglesia cree haber puesto una barrera bien defendible contra nuevas incursiones de la ciencia en el dominio de lo sacro. Pero una vez más está a punto de volver a equivocarse, pues el prodigioso avance de las neurocienciasen las tres últimas décadas ha generado una situación racionalmente insostenible a la noción de una mente que no emerge de la materia viva y que no es manifestación de la materia. El nuevo dogma, ya solemnizado en este documento de 1996, equivale a querer ponerle puertas al campo. Lo que sucede ahora es que, habiendo exacerbado este inverosímil y gratuito dogma del alma inmaterial, separable del cuerpo, e inmortal –a costa de sacrificar la creación antropológica unitaria que late en el Génesis–, ya no le queda ninguna posición de repliegue, porque la religión en general, y la cristiana en particular, son inseparables de la doctrina de almas o espíritus. Si la abandonasen, el precio sería su extinción como religiones. He aquí por qué la ciencia, sin proponerse asumir competencias teológicas, tiene hoy palabras decisivas que decir, que afectan negativamente a las pretensiones de verdad de la religión.

    Conviene ahora señalar un par de cosas. El ardor con que se esfuerza actualmente la Iglesia Católica por concordar, aunque sea malamante, la ciencia y la fe, le otorga derecho a un cierto grado de respeto si se la compara, por ejemplo, con otras iglesias o denominaciones cristianas, que admiten de facto, con mayor o menor ambigüedad, la concepción evolucionista del origen de las especies, y en concreto del ser humano. La intensa influencia de la tradición filosófica helénica sobre la dogmática eclesiástica cristiana ha dejado una huella hondísima e indeleble que sigue viva en la Iglesia romana. Como racionalista, yo no puedo menos que valorar este impulso del catolicismo hacia la búsqueda de una explicación racional del mundo, aunque este impulso se apoye en premisas falsas y de manifiesta irracionalidad. Y debo reconocer que en la defensa numantina –et pour cause– de la creencia en un alma espiritual por parte de la Iglesia Católica, está implicada una defensa fundamental del «rationale» de todas las demás religiones. Deseo asimismo señalar que la solución antropológica radicalmente dualista que propone ahora la Iglesia para concertar una especie de armisticio con la ciencia –cediéndole a ésta el cuerpo y salvaguardando para ella el alma–, no hace sino ahondar más la fisura antropológica que desde muy temprano en su historia introdujo la Iglesia en su concepción del ser humano. Como expliqué en Elogio del ateísmo (1995), la helenización del pensamiento hebreo en el período intertestamentario –y aun antes– fue continuada e incrementada por la primera teología cristiana, a partir de la formulación paulina de la fe, en una línea de creciente dualismo antropológico, que con el Mensaje de 1996 alcanza quizás su máximo nivel: aquí, un dualismo alma-cuerpo verdaderamente simplista y obsesivo se ha constituido en trinchera desesperada como último reducto de la fe.


    En El mito del alma (2000)

    Ver también: Un hondo malestar, Entrevista a Puente Ojea, Subterfugios apologéticos y los artículos de la sección "Homenaje a Puente Ojea", en la barra lateral.


  3. Un hondo malestar

    sábado, febrero 17, 2007

    © Gonzalo Puente Ojea

    Ante los revolucionarios e incesantes descubrimientos de las ciencias, a ritmo progresivamente acelerado en las últimas décadas, las iglesias, y la católica en particular, sienten un hondo malestar, utilizando todas las estrategias aún factibles para calmar la inquietud creciente de los creyentes mejor informados del estado actual de los conocimientos, evitando así alarmar al rebaño que sigue paciendo mansamente en las marchitas praderas de los mitos heredados. Desde el Renacimiento, las sucesivas crisis de fe en los medios creyentes fueron socavando la imagen religiosa del mundo. A partir esencialmente de la obra científica de Darwin, el evolucionismo destruyó las bases antropológicas del creacionismo y, con ellas, la invención animista como fundamento de la vida inmortal en un más allá sobrenatural o transnatural. Fue un golpe mortal de efecto seguro aunque de manifestación retardada, del que jamás se recuperarían ya las interpretaciones mítico-religiosas de la realidad. Ya en los últimos años Pío XII no pudo disimularse por más tiempo la imperiosa necesidad de establecer nuevas formas del legado dogmático que permitiesen de modo sutilmente falseador hacer sitio a la teoría evolucionista en la conciencia cristiana. […] Con cautela e indisimulable ansiedad el mismo Pacelli inició las maniobras conciliatorias en una dirección inequívoca de reconocimiento de la revolución científica, pero procurando reducir a sus mínimas proporciones el impacto intelectual, psicológico, de los nuevos resultados científicos en todos los campos del saber fundados en la razón y la experiencia. Sería todavía tres décadas más tarde cuando Wojtyla, el 22 de octubre de 1996, en su Mensaje a la Pontificia Academia de Ciencias acogiese sub conditione la verdad del evolucionismo de la materia inerte y viva.

    En El mito del alma (2000)

    Ver también: Entrevista a Puente Ojea, Subterfugios apologéticos, El conflicto irresoluble, El umbral de la religiosidad y Darwin y los números redondos.

  4. Darwin y los números redondos

    lunes, febrero 12, 2007

    © Fernando G. Toledo

    Hoy se ha festejado en todo el mundo, especialmente en la blogosfera, el Día de Darwin. Es un festejo acaso incómodo y sólo enfatizado por lo que tiene de símbolo: Charles Darwin y su teoría de la evolución por selección natural representan el triunfo de la ciencia frente a la mitología religiosa, aun hoy, cuando arrecia el Diseño Inteligente como el más nuevo disfraz del creacionismo contra el que el científico inglés luchaba en su tiempo, en ese entonces con Paley como su ariete. En este presente, el aporte de Darwin a la ciencia es resumible bajo el apotegma de Dobzhansky: «Nada tiene sentido en biología si no es visto bajo el prisma de la evolución». No debería considerarse extraño que la filosofía adoptase la misma premisa.
    Richard Dawkins reconoce que, hasta la aparición de El origen de las especies, era mucho más difícil adoptar una cosmovisión atea (no especifica a qué ateísmo se refiere), y probablemente tenga razón si se toma en cuenta la cantidad de ateos entre los biólogos (otra cosa es cuán válida sea la manera de arribar a su ateísmo particular). Por su parte, John Dupré sentencia en su libro El legado de Darwin que la teoría de la evolución «proporciona la última pieza importante de la articulación de una visión del mundo plenamente naturalista y que, por lo tanto, si se la aprecia en todo su valor, asesta un golpe mortal a las cosmologías teocéntricas precientíficas».
    Si Dawins y Dupré están en lo cierto, este blog se supone le debe mucho a Darwin. Prefiero pensar que por algo más que por el argumento científico contra el argumento del diseño que proporcionó su teoría.
    A modo de retribución y de celebración particular, pero para alejar la admiración a Darwin de cualquier parentesco, por lejano que sea, con la sacralización barata y propia de la fe, comparto con los lectores esta imagen:



    El contador de visitas de Razón Atea ha llegado justo hoy al número 100.000. No sé si se deba a algún reflejo evolutivo, pero lo cierto es que gustamos de la inteligibilidad que proyecta la redondez de estas cifras. Y de las coincidencias. Me encanta que el Día de Darwin coincida con el día de las 100 mil visitas.
    Por ello, desde este humilde arrabal electrónico que confirma su notable evolución, vaya el rotundo homenaje a uno de los científicos más notables de los últimos siglos.

  5. Subterfugios apologéticos

    jueves, febrero 08, 2007

    © Gonzalo Puente Ojea

    La vacuidad argumental en que se debate desde hace tiempo la apologética de la fe religiosa ha intentado disimularse, de modo grotesco, mediante una falsa especie de reductio ad absurdum: la tesis según la cual sustituir las creencias religiosas por la fe en la razón o en la ciencia equivale a sacralizar la razón. Con estas últimas palabras se resume la retórica denuncia contenida en el artículo publicado por el profesor de filosofía Eugenio Trías en el número de 10 de septiembre de este mismo diario. El articulista nos previene así del supuesto peligro de que el libérrimo ejercicio de la racionalidad conduzca, en último término, a su propia instauración como la instancia suprema de lo sagrado. Estos apologetas toman pie de la ingenua exultación de los revolucionarios franceses -que convirtieron simbólicamente la Razón en la Diosa por excelencia que gobierna los hombres y las cosas-, para hacer temer a los nostálgicos de Dios que la apología de la razón se transmute en el ilegítimo y trivial sucedáneo del poder sagrado. «Esa razón» -clama Trías, reiterando el leitmotiv de su discurso apologético- «ha sido, de forma velada e inconfesada, pero enormemente efectiva, elevada al rango de lo sagrado». He aquí la indefectible cantinela clerical de una religiosidad desarmada. Inventando tigres de papel, estos apologetas, adscriben a lo que, con notoria incongruencia, denominan fe en la razón todas las calamidades morales que sufre la humanidad. Incluso declarados increyentes claudican frecuentemente ante las admoniciones de los que administran los intereses de quienes explotan la ilusión de lo sacro, para unir cándidamente sus voces a ese delirante paralogismo urdido para eludir la incontenible acción disolvente de la racionalidad sobre todo mito religioso.
    Pero nada se vislumbra en el horizonte que legitime la vana urgencia de salvar a la razón «de su propia erección al rango de lo sagrado» (Trías), pues nadie en sus cabales puede confundir los extravíos mentales de la apologética religiosa con lo que es propio del concepto genuino de razón en cuanto fundamento del conocimiento. La razón se define por su radical e incesante función crítica, y se identifica con esta función. No se propone consagrar verdades eternas, sino que excluye ex definitione la posibilidad de reconocer o de instaurar un salto ontológico a lo sagrado. Suponer lo contrario sólo puede nacer en una mente gravemente alterada para el buen orden de la reflexión, o como resultado de una alienación histórica transmitida colectivamente por los conocidos mecanismos de reproducción ideológica.
    El eventual mal uso práctico de la razón y del conocimiento científico de la realidad en nada afecta a su función epistemológica suprema, que nos está permitiendo a los humanos la tarea de archivar definitivamente el legado mítico aún vigente en las mentes de nuestros coetáneos, implacablemente flanqueados y vigilados por los celadores de lo sacro, quienes imputan a la razón sus propios designios de dominación. Nadie teme la sacralización de la racionalidad salvo quienes son cautivos del sistema sacral de representaciones mentales heredadas, férreamente protegido por la psicología popular. El discurso de Trías es tributario de la vieja reflexión metafísico-religiosa, y por ello entusiásticamente saludado y publicitado por los aparatos mediáticos de la cultura oficial y los públicos bienpensantes. Una reflexión estructurada, sin ninguna novedad reseñable, conforme a los postulados de la idea de misterio, rebautizada verbalísticamente con la idea de límite -manejable comodín para todos los usos- es, instrumentada rutinariamente para una comprensión final de la realidad que consiste en la renuncia a comprender. A la cantinela de la sacralidad se asocia -¿cómo no?- la cantinela del sentido, prenda de religiosidad. Pero el sentido del mundo no ha sido dado por nadie, pues lo que existe como tal no posee sentido otorgado, sino el que cada ser humano le confiere en cada circunstancia de su vida. En esta personal atribución de sentido, la razón ejerce la función eminente, porque ontológicamente nada existe opaco a la racionalidad, nada es constitutivamente praeter-rationalis. El imperativo de la humanización radica, en primer término, en hacer el entorno transparente a la razón, cuya condición definitoria es la autonomía radical, que la hace garante de la verdad y la libertad. Ninguna forma de heteronomía -y en primerísimo lugar, la postulación de un supuesto espacio invulnerable de lo sacro- puede convertirse en una receta epistemológica o ética.
    La extrema menesterosidad intelectual de la apologética predominante queda en evidencia en su desesperado recurso a las experiencias religiosas, y, por encima de las demás, a la mística o al éxtasis. Pero quienes hacen de lo místico el paradigma de la religiosidad optan, quizás sin saberlo, por el mundo de las sombras. No por la luz, sino por la oscuridad. La huida mística no sólo no es signo de cordura, sino de la decisión de evadirse de las crudas luces de la racionalidad. Es una vana negación de la realidad del mundo tal como es. Una recomendación retrógrada en términos humanos, que conduce a las exequias de la razón, es la que «repone en su lugar lo sagrado como la referencia a todo aquello que nos rodea y circunda bajo la forma de enigma y misterio, y que sólo admite una forma de experiencia que Wittgenstein conceptuó como "lo místico"», escribe Trías en sintonía con el filósofo fideísta; uno y otro parecen ignorar que el impulso místico pertenece al ámbito de lo desiderativo y carece, como tal, de todo rigor epistemológico. Su acción se limita a hacer pasar como referentes objetivos lo que solamente son reiteraciones de contenidos mentales de nulo valor noemático pero que proceden de representaciones colectivas acarreadas en la tradición cultural, y de estereotipos ideológicos generados en la vida social. Las vivencias místicas o extáticas están desde su origen siempre mediatizadas por los materiales de la inercia mental histórica.
    El antirracionalismo y anticientifismo de muchos apologetas de la fe suele presentarse como la defensa del humanismo. Los saberes clásicos son, indudablemente, parte valiosísima de nuestra herencia cultural, pero jamás deben servir de ilusoria coartada al servicio de la perpetuación de una imagen de la realidad que tiene sus fuentes en la edad mítica de la humanidad. La mayoría de los autocalificados «humanistas» ignoran casi todo de la situación actual de las ciencias, y se mueven en el seno de categorías del pensar que congelan toda posibilidad de sustituir las amortizadas representaciones tradicionales por los resultados del inmenso avance del conocimiento de la naturaleza. Se continúa considerando como gente culta a quienes no sólo desconocen la metodología científica y un cierto nivel de lenguaje matemático, sino que ni siquiera se han procurado la indispensable información que ofrecen cualificadas obras de alta divulgación de la nueva imagen del mundo y el ser humano. Abundan profusamente entre esa supuesta gente ilustrada quienes son proclives a interpretar en clave religiosa las grandes cuestiones, e incluso son receptivas de las soluciones derivadas de la perspectiva de lo místico, de lo esotérico; es decir, la perspectiva de lo irracional.
    Cualquier persona bien informada y objetiva debe admitir que la actual investigación científica de la naturaleza -física y humana- ha descartado toda especulación sobre una dualidad alma-cuerpo, o espíritu-materia, como posibles ideas regulativas de su trabajo. La creencia en la existencia de almas o espíritus inmateriales y separables -es decir, inmortales- no tiene sitio en el repertorio de hipótesis orientadas a explicar la realidad. Es una categoría mítico-religiosa forjada por la invención animista ya en la prehistoria del ser humano, y constituye el ombligo y el motor de la religión. Es una falsa creencia anterior y más importante que la idea de Dios. Esta es un simple derivado de aquélla. El animismo es la conditio sine qua non de toda religión. Sin la fe en un reino post mortem de espíritus, la idea misma de un Dios providente que pastorea las almas personales y les asigna su destino -o que se funde con ellas al término de un nirvana místico- carecería de sentido.
    El patrimonio científico de que hoy disponemos -la física de las partículas, la química, la biología molecular, la astronomía, la electrónica, etc.- desconoce el dualismo espíritu-materia, tanto en el plano ontológico como en el epistemológico. La consolidación del evolucionismo darwinista mediante las contribuciones decisivas de la química molecular, la genética y la embriología, sumado al impresionante acervo de conocimientos acumulados en los últimos 30 años en el campo de las neurociencias, han condenado a toda forma de antropología dualista -cartesiana o no- a los anaqueles de un museo.

    Publicado en diario El Mundo el 23/9/1997 y en Opus minus (2002).
    Ver también: Entrevista a Puente Ojea.

  6. ¿No existió el Big Bang?

    lunes, febrero 05, 2007

    El Universo eterno hecho posible por un nuevo modelo

    Traducción de Manuel Hermán
    Publicada originalmente en Astroseti

    Un nuevo modelo cosmológico demuestra que el Universo puede expandirse y contraerse sin fin, proporcionando un rival a las teorías del Big Bang y resolviendo un espinoso problema de la física moderna, de acuerdo con los físicos de la Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill.
    El modelo cíclico propuesto por el Dr. Paul Frampton (Louis J. Rubin Jr. distinguido profesor de física en el Colegio de Artes y Ciencias de la Universidad de Carolina del Norte), y el coautor Lauris Baum (estudiante graduado en física de la Universidad de Carolina del Norte), tiene cuatro partes principales: expansión, inflexión, contracción y rebote.
    Durante la expansión, la energía oscura –la fuerza desconocida que causa la expansión del Universo a un ritmo acelerado- empuja más y más hasta que toda la materia se fragmenta en parches tan alejados que nada puede salvar las distancias entre ellos.
    Todo, desde los agujeros negros a los átomos queda desintegrado. En este punto, sólo una fracción de segundo antes del final del tiempo, comienza la inflexión.
    En la inflexión, cada parche fragmentado colapsa y se contrae individualmente en lugar de unirse en una inversión del Big Bang. Los parches se convierten en un número infinito de Universos independientes que se contraen y rebotan hacia fuera de nuevo, en una reinflación similar a la del Big Bang. Uno de estos parches se convirtió en nuestro Universo.
    «Este ciclo tiene lugar un infinito número de veces, eliminando de esta forma cualquier inicio o final del tiempo», dijo Frampton. «No hay ningún Big Bang».
    Un artículo que describe este modelo está disponible en arXiv.org y aparecerá en una próxima edición de Physical Review Letters.
    Los cosmólogos ofrecieron un modelo de Universo oscilante, sin inicio ni final, por primera vez, como alternativa el Big Bang en los años 1930. La idea fue abandonada debido a que las oscilaciones no podían ser reconciliadas con las reglas de la física, incluyendo la segunda ley de la termodinámica, dijo Frampton.
    La segunda ley dice que la entropía (una medida del desorden) no puede destruirse. Pero si la entropía se incrementa entre una oscilación y la siguiente, el Universo se hará más grande en cada ciclo. «El Universo crecería como una bola de nieve», dijo Frampton. Cada oscilación se haría cada vez más grande. «Extrapolando hacia atrás en el tiempo, esto implica que las oscilaciones antes que las nuestras fueron más y más cortas. Esto lleva inevitablemente a un Big Bang».
    Frampton y Baum sortearon el Big Bang postulando que, en la inflexión, cualquier entropía remanente está en parches demasiado remotos para su interacción. Tener cada uno de estos «parches ocasionales» convertido en un Universo separado permite a cada Universo contraerse esencialmente vacío de materia y entropía. «La presencia de cualquier materia crea dificultades insuperables con la contracción», dijo Frampton. «La idea de volver atrás vacíos es el ingrediente más importante de este nuevo modelo cíclico».
    Este concepto sacudió a Frampton cuando vino a su cabeza el pasado octubre.
    «De pronto vi que había una nueva forma de resolver este problema aparentemente imposible», dijo. «Yo estaba sentado con los pies en mi escritorio, medio dormido y confuso, y caso me caigo de la silla cuando me di cuenta de una posibilidad mucho, mucho más simple».
    También clave para el modelo de Frampton y Baum es la suposición sobre la ecuación de estado de la energía oscura: la descripción matemática de la presión y densidad. Frampton y Baum supusieron que la ecuación de estado de la energía oscura es siempre menor que -1. Esto distingue su trabajo de un modelo cíclico similar propuesto en 2002 por los físicos Paul Steinhardt y Neil Turok, quienes suponían que la ecuación de estado nunca es menor que -1.
    Una ecuación de estado negativa da a Frampton y Baum una forma de detener el Universo de su propio estallido, un final que los físicos llaman Big Rip. La pareja encontró que en su modelo, la densidad de la energía oscura se vuelve igual a la densidad del Universo y la expansión se detiene justo antes del Big Rip.
    Los nuevos satélites, actualmente en construcción, tales como el satélite Planck de la Agencia Espacial Europea, podrían recopilar suficiente información para determinar la ecuación de estado de la energía oscura, dijo Frampton.

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    Fuente: Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill
    Artículo original.

  7. Pasó por Mendoza en los ’50 como cónsul de España. Fue embajador de su país en el Vaticano, siendo ateo. Felipe González lo destituyó de forma polémica. Es una de las voces críticas más autorizadas en temas de religión.




    © Fernando G. Toledo y Bernat Ribot Mulet

    l prestigio de Gonzalo Puente Ojea (Cienfuegos, Cuba, 1925) es indiscutible. Filósofo, diplomático, estudioso de las religiones, este ilustre pensador ha editado algunos de los libros más clarificadores y críticos sobre el cristianismo en lengua hispana. Desde su célebre Ideología e historia. El nacimiento del cristianismo como fenómeno ideológico (1973) hasta Animismo (2004), pasando por Elogio del ateísmo (1994), El mito del alma (2000) y El mito de Cristo (2000), Puente Ojea ha trazado una andadura intelectual admirable, aunque no menos polémica. Este escritor, uno de los «ateos célebres» de España, influido por el pensamiento de Marx, sufrió una resonante destitución de parte del gobierno de Felipe González (ver aparte), que lo sacó de su cargo de embajador en el Vaticano, lo que constituyó su ruptura con el PSOE. Entrevistado en su residencia de Madrid, Puente Ojea habló del origen de la religión, subrayó el carácter «falso y espurio» del «mito cristiano» y recordó su paso por Mendoza y la Santa Sede.
    – En su último libro, Animismo, usted explica cuál sería «el umbral de la religiosidad». ¿Cuál es su tesis?
    – Yo defiendo la tesis de que, como quiera que la idea de alma es un terrible «descubrimiento» del hombre prehistórico, éste ha tenido que llegar a esa idea por la observación como base de todo pensamiento. La posición tradicional y católica es que la interrogación del hombre prehistórico tuvo que centrarse en los poderes extraordinarios de ciertos entes que poblaban su entorno y que, en sí mismos, eran poderosos, imprevisibles e invisibles. Y yo me opongo a esa visión.
    – ¿Cómo la enuncia, entonces?
    – Entiendo que la observación de la naturaleza lo más que podían causar en el ser humano serían sentimientos de temor, de perplejidad. Pero para concebir la idea de espíritu, el ser humano tenía que empezar a entender su mundo, utilizar ese maravilloso regalo de la evolución genética que era la reflexión y ponerse en cuestión a sí mismo respecto de los demás. Esas experiencias, no hay duda, fueron las que llevaron al hombre prehistórico a concebir su propia entidad como una especie de «doble»; es decir, su cuerpo como base de sus movimientos activos y algo que dirigía ese cuerpo que en sí mismo –en los desvanecimientos, en la muerte– podían quedar como sin vida. Y ese segundo elemento aparecía claramente en las experiencias oníricas en que otro elemento no corporal danzaba en los sueños nocturnos con la representación de imagen de lo que era el «yo» del cuerpo, en el lenguaje de Edward B. Tylor, el espectro, el fantasma, que en los sueños vagaba, deambulaba y se esfumaba. Ahí está el origen, no del sentimiento religioso pero sí de una visión del ser humano como algo complejo en que lo corporal y lo no corporal actuaban de modo «armónico».

    El mito del alma

    – ¿La religión, entonces, exige la «invención» de las almas?
    – Esta especie de mundo de ánimas y espíritus fue el umbral de la religiosidad y conforme iban pasando los siglos, se fueron perfilando y transformando, a través de ritos y credos religiosos, en lo que conocemos hoy como dioses.
    – ¿Es posible que el «golpe» que se avecina para las religiones esté en el gran avance de las ciencias del cerebro, enemigas del «mito del alma»?
    – Sí, una vez ha quedado develado –a mi juicio– de modo incuestionable, que el umbral de la religión se establece cuando el ser humano inventa la noción de alma, entonces uno se da cuenta de que toda religión funciona y es posible siempre a partir de esa idea. La negación de los sentimientos religiosos consiste en que el hombre con una formación científica moderna sabe perfectamente, por el desarrollo de las ciencias, que lo único que existe es la energía en sus diferentes formas de expresión y, por lo tanto, no existe ninguna forma de energía que sea de orden espiritual y que no se atenga a la realidad de las leyes de la física. No es el ateísmo frente al teísmo, sino que es la religiosidad frente a la irreligiosidad. Y esa batalla, a mi juicio, ya está decidida entre una concepción idealista y arbitraria (que es la de la fantasía religiosa), y, por otro, la visión austera, precisa y demostrable de un mundo de una legalidad que las ciencias van descubriendo.

    El mito de Cristo

    – En su obra usted ha tratado la cuestión del paso del Jesús de la historia al Cristo de la fe. ¿En qué consiste ese salto?
    – La última versión precisada en todos sus puntos de ese salto aparecerá en un libro que estoy acabando de escribir, Reflexión sobre mitos, dogmas e ideologías de ayer y de hoy, cuya segunda parte la titulo El mito de la religión. Pero, precisamente, el tema cristológico forma parte de la tercera entrega de esa obra, El mito cristiano. Dentro de lo que son las posiciones teístas y, concretamente, monoteístas arrastradas por la historia, el caso del cristianismo es verdaderamente sui generis y especialísimo, porque se trata de concebir ya no míticamente y de forma simbólica un hombre-dios, sino que se intenta demostrar que históricamente hubo un hombre que al mismo tiempo fue hombre y dios. Esto es el sello del cristianismo como máximo falseamiento de la historia y aberración conceptual.
    – ¿Cuándo se produce esa «transformación conceptual»?
    –Yo creo que el salto se produce de modo muy claro en el Evangelio de Marcos. El evangelio de un supuesto discípulo de Jesús que quiso resumir en una forma narrativa y, al mismo tiempo, dogmática, la figura del llamado Jesús de la historia, entendida como el Cristo de la fe. Es decir, que se trasladó a la existencia, a los recuerdos, más o menos difusos y fiables del paso por la tierra de un galileo, que se transformó en mesianista activo, en un dios de filiación que asumiría la condición divina sin perder la humana. Ese tránsito, un salto realmente, y en sí mismo indemostrado (aun dentro de la propia lógica del escrito), se ha producido en la perícopa 8:27-31 del evangelio de Marcos. Es demostrativo que es un escrito falso, espurio y hecho para una extensión de una predicación incongruente, que sólo obedece a intereses de orden religioso de una determinada comunidad del judaísmo antiguo.

    La decepción de Jesús

    – A los cristianos les resulta extraño que los primeros de ellos pusieran en riesgo su vida diciendo que el crucificado resucitó...
    – En la tradición del judaísmo sinagogal, el concepto de resurrección es sumamente tardío y de origen foráneo, probablemente de raíces iranias y de otros mitos del período helenístico, redefinidos en el curso de escritos subjetivos de la tradición filosófica griega. Por tanto, es un concepto –la resurrección de los muertos– que data en los escritos del siglo II a. C. y que sólo se incorpora, por razones teológicas, a la primera producción escrita de los primeros cristianos, las cartas de Pablo. Este concepto de resurrección está extraído de las religiones mistéricas y atribuido a este galileo para demostrar que esa elevación a los cielos, de Jesús, «probaba» su divinidad. En los relatos evangélicos, las tradiciones orales de la resurrección son contradictorias y sumamente inconcluyentes. Los exégetas sólo han podido utilizar unas tradiciones, repito, contradictorias, que no prueban nunca que los hechos de la resurrección hayan tenido lugar. El «Cristo de la fe», significa que no puede probarse la resurrección, pero que la fe en ella ha superado históricamente todos los obstáculos y tiene vigencia. Esta permanencia de esa fe alocada y –desde un punto de vista racional– eminentemente aberrante, ha tenido la posibilidad de subsistir eliminando cualquier argumento racional de una forma a priori, como la carencia, precisamente, de la fe como la imposibilidad de ver que la resurrección tuvo lugar para todo hombre de buena voluntad que haga un análisis de su conciencia.
    – ¿La resurrección imaginada por Pablo dista tanto de la concebida por los nazareos?
    – Pablo ha sido el gran inventor del Cristo de la fe. Él atribuyó de un modo claro en dos de sus epístolas, y de modo indirecto en una tercera, que el Cristo era de la misma naturaleza divina que el propio Dios; que había venido a consumar una expiación mediante su muerte corporal para «comprar» la justificación de todos aquellos que habían ofendido a Yahvé, y habían traicionado el pacto que se estableció en el origen del judaísmo. Esta idea del Cristo trascendente, el Dios-hombre, que redime a la humanidad a través de esa expiación sangrienta, repugnaba a los propios discípulos de Jesús, quebrantaba los fundamentos del monoteísmo judío. Por lo tanto, la primera comunidad originaria, que era estrictamente judía en su ideario general, quedó en una situación de desamparo teológico y hubo que capear la tremenda aporía de la muerte en la cruz del que para ellos debía haber sido un Mesías victorioso traído de la mano de Dios, pero que a pesar de todo se resistían a aceptar que ese Cristo no fuera más que un hombre que había sufrido martirio. Entonces, aceptaron una especie de compromiso entre la vieja tradicional idea mesiánica, asumida con matices por el propio Jesús, pero, al mismo tiempo, iniciaron de una forma perfectamente herética para el patrimonio religioso del judaísmo que ese hombre mortal era algo más que hombre. Una fórmula que tuvo vigencia en Jerusalén hasta la destrucción de la ciudad y de su Templo. El Jesús, el Cristo de los judíos cristianos de la primera iglesia de Jerusalén, quedaron borrados de la historia por un hecho fortuito, que es la destrucción de la ciudad y el perecimiento de sus miembros en la sangrienta represión romana en el último asedio y la toma por las armas de la Ciudad Sagrada.

    Adiós a Dios

    – ¿Habría vivido mejor la humanidad sin Dios?
    – Entiendo que sí. La creencia en este Dios, gran espíritu de las religiones tanto monoteístas como de inspiración más panteísta, que ponen en la cima de la creación, es una aberración de consecuencias tan universales que descarriaron a los humanos en su trabajo por conocer el mundo. Sin embargo, hay que reconocer que, como solución falsa pero operativa, la creencia en este factor anímico propició un desarrollo social y político que ha formado los hilos de nuestra historia. Pero en el siglo de la ciencia, cuando ya los mitos han caído y la verdadera naturaleza del cosmos y el ser humano se han puesto de manifiesto y ha inspirado una reformulación del conjunto de verdades acreditada por los hechos, no tiene sentido continuar en la mentira, en la falsedad y en una forma infantil de concebir tanto el universo como la antropología.



    Un filósofo impío, entre Mendoza y la Santa Sede

    – Su tarea diplomática lo trajo en los ’50 a la Argentina. En su libro La andadura del saber, ha incluido usted la conferencia “El problema del renacimiento y la cultura renacentista en España”, dictada en Mendoza. ¿Qué recuerdos le quedan de nuestro país?
    – Yo fui cónsul general de España en Mendoza, aproximadamente durante cuatro años. No guardo más que buenos recuerdos de aquellos felices tiempos. La conferencia a la que usted se refiere pretendió ser una modesta contribución a la tradición española, especialmente en materia de cultura de los españoles de Mendoza. Me quedan unos recuerdos muy gratos de este país, tanto por los amigos con los que tuve la honra de relacionarme, como por los valores de la inmensa potencia cultural y humana de esa gran República.
    – ¿Cómo fue su experiencia personal hasta arribar a la increencia?
    – En mi libro Elogio del ateísmo relato los pasos en el curso de mi vida que me llevaron primero a plantearme seriamente la existencia de Dios; luego la existencia de un sentimiento religioso que se remita a referentes verdaderos, y, finalmente, este proceso de reflexión, de ilustración y aprendizaje, me llevó a la conclusión por razones de todo orden histórico, científico y psicológico a la convicción plena y argumentada de que el sentimiento religioso es explicable por razones emocionales y utilitarias, y que no controlan ningún referente real, sino pura especulación imaginaria.
    – Resalta al leer su biografía su embajada en el Vaticano, que acabó polémicamente. ¿Qué recuerda de ese paso de un ateo por la Santa Sede?
    – He de decir que yo, por aquel entonces, vacilaba entre autocalificarme de ateo o de agnóstico; era un tema que no había resuelto en su totalidad por mi circunstancia de embajador de España en la Santa Sede, y con el ánimo de no herir innecesariamente la buena fe de los que me rodeaban. No se trataba de disimular nada, porque el hecho sustancial es que yo había escrito un libro que se titula Ideología e historia. La formación del cristianismo como fenómeno ideológico en el que quedaba perfectamente claro y razonado mi apartamiento de la fe católica. Y ese libro, fue minuciosamente leído y examinado por los altos jerarcas del Vaticano. En lo que se refiere a mi estancia en el Vaticano, le diré que, en relación a la manera deshonrosa con que el Gobierno decidió mi cese en el cargo en la embajada en la Santa Sede, se debe a algo que quizás no esté claramente expuesto siquiera en mi libro Mi embajada en la Santa Sede. El tema es el siguiente. Se avecinaba la primera beatificación de las mártires católicas en la llamada cruzada de 1936 (en la Guerra Civil), de unas monjitas de Guadalajara que fueron tiroteadas por la espalda por unos milicianos descontrolados. Este hecho que coincidió con el término de mi primer año largo de mi misión ante la Santa Sede, me situó en una posición compleja. Mi gobierno me pedía que expresase mi opinión sobre cuál debería ser la jerarquía del jefe y demás miembros de la delegación enviada por el Rey y el Gobierno de España a las ceremonias de beatificación. Mi deseo de ser sincero –una exigencia profesional– y el requerimiento de mi propio Gobierno, me llevó a no extremar, pero no disimular, mi posición: le dije a mi Gobierno que debía rebajarse la jerarquía de la persona que presidiera esa delegación a un miembro que no fuera del Gobierno, es decir, del poder legislativo. Se trataba de adecuar el rango de la representación a la importancia del acto. El vicesecretario de estado de la Santa Sede, monseñor Martínez Somalo, me rogó que yo recomendase al ministro de Asuntos Exteriores, de no ser el propio presidente del Gobierno o, en su defecto, al ministro de Justicia; y, en ultimo término, a un ministro del Gobierno. Yo repliqué que el acto era inamistoso frente a un Gobierno que había cedido ante toda suerte de pretensiones de la Santa Sede. Este fue el principio de mi desgracia, si se puede considerar desgracia el hecho de abandonar un puesto en el que ya había hecho lo que tenía que hacer y no representaba ningún beneficio profesional interesante. En vista de eso, la Santa Sede inició una campaña de maledicencia contra mí, acusándome de haber interpuesto una demanda de divorcio contra mi primera esposa, y, alrededor de eso, se tejió una continua campaña igual que la que había precedido mi nombramiento para que el Gobierno se sintiese amenazado en sus éxitos electorales y por lo tanto aceptase que fuera yo destituido de mi cargo. Y así ocurrió en último término para vergüenza de ese Gobierno y para detrimento y daño evidente de la vocación laicista de la inmensa mayoría del pueblo español.


    Publicado en Diario Uno, el 24 de diciembre de 2006.Ver también: El umbral de la religiosidad y los artículos de la sección "Homenaje a Puente Ojea", en la barra lateral.