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  1. En tu cabeza

    sábado, septiembre 29, 2007

    Los científicos dicen que Dios está en el córtex prefrontal

    Así como los líderes religiosos se inmiscuyen en cuestiones científicas, los científicos devuelven la pelota analizando e investigando el pensamiento mágico-religioso desde las más variadas perspectivas. El avance de la neurociencia ha hecho posible que el abordaje no sea excluyente desde lo meramente teórico y se ha «metido» en el cerebro de tan complejo fenómeno.
    En un amplio trabajo de revisión publicado en la revista Pensar, Marcello Spinella (Richard Stockton College of New Jersey) y Omar Wain (University of Medicine and Dentistry of New Jersey), examinan las investigaciones recientes sobre las bases neurales de las creencias morales, religiosas y paranormales. Señalan al córtex prefrontal, la parte anterior del cerebro localizado detrás de la frente y sobre los ojos, como estructura clave y una de las máximas responsables de estos tres importantes fenómenos que en cierto modo se hallan superpuestos.
    Según los científicos, las creencias morales y religiosas tienen bases neurales.

    Neurobiología de la religiosidad y la superstición
    Los autores establecen un primer vínculo entre el sistema límbico, que representa las emociones en el cerebro, y cuya excesiva actividad podría provocar que experiencias comunes adquirieran un significado religioso más intenso y profundo. Toman por caso ciertos estados neurológicos y psiquiátricos, entre ellos la epilepsia que se caracteriza por ataques repetidos y alteraciones de la actividad eléctrica en el cerebro. En algunas personas, los ataques pueden evocar experiencias religiosas intensas, tales como la sensación de una presencia divina, un estado de ensoñación o experiencias fuera del cuerpo, y podrían estar relacionados con la activación y sensibilización de los circuitos límbico-sensoriales del cerebro.
    Otros estudios, con devotos pentecostales que «hablan en lenguas», han mostrado una excesiva actividad en los lóbulos temporales del cerebro, también parte del sistema límbico.
    No menos significativo, es la elevada religiosidad que han encontrado entre individuos con trastornos obsesivo-compulsivos (TOC), desorden que implica una disfunción de los sistemas prefrontales del cerebro. En un estudio comparado, por ejemplo, los protestantes sumamente devotos mostraron mayores niveles de síntomas obsesivo-compulsivos que los agnósticos y ateos.
    Otro tanto ocurre con el pensamiento supersticioso o creencias paranormales, que también se asocian con trastornos cognitivos tales como los TOC. Sin embargo, esta asociación no se limita a los individuos que padecen el desorden, sino que existe en una variedad de grados en la población general. La neurobiología de los TOC nuevamente sugiere, con respecto al pensamiento supersticioso, la posibilidad de una disfunción del sistema prefrontal.
    Entre los individuos con trastornos obsesivo compulsivos (TOC) se encontró una elevada religiosidad.
    Al margen de lo psicopatológico, creyentes religiosos sanos a quienes se les pidió que leyeran escritos sagrados (la Biblia o el Corán), mostraron activación del córtex prefrontal y parietal del cerebro. Aunque parezca paradójico, el córtex prefrontal es esencial para las formas más elevadas de pensamiento y razonamiento. Numerosos estudios de imágenes cerebrales han mostrado que el razonamiento lógico depende de los sistemas prefrontales del cerebro y también que el razonamiento por analogía verbal los activa.

    Moralidad más allá de lo religioso
    El concepto de moralidad funciona en forma independiente y más allá de los códigos morales que puedan imponer las religiones. Implica sistemas de ideas sobre las conductas correctas e incorrectas y tanto el razonamiento como el comportamiento moral también tienen correlatos neurobiológicos.
    Varios estudios han encontrado que el razonamiento moral depende de la función del córtex prefrontal humano y sugieren que quienes carecen de moral, sujetos con trastornos de personalidad antisocial y características psicopáticas, tienen disfunciones prefrontales.
    Los propios autores llevaron a cabo una investigación con mediciones psicológicas y, en coincidencia con trabajos anteriores, encontraron que la gente con mayores creencias religiosas manifestaba mayores creencias paranormales y actitudes morales. Sin embargo, las actitudes morales de una persona no tenían relación alguna con sus creencias paranormales. Así, las actitudes morales y creencias supersticiosas aparecieron como dos entidades totalmente separadas, mientras que las creencias religiosas se superponían parcialmente con ambas.
    El estudio sugiere que el pensamiento supersticioso implica cierto grado de disfunción en el córtex prefrontal.
    Sus resultados apoyan los estudios que sugieren que el pensamiento supersticioso implica cierto grado de disfunción en el córtex prefrontal, incluso en la población general, mientras que las actitudes morales implican un mejor funcionamiento del área.
    «A pesar de su irracionalidad, las creencias supersticiosas y paranormales son llamativamente persistentes. Los fallos en el razonamiento y comportamiento morales llevan a una mayor disfunción social, se trate de niveles individuales o sociales. A pesar de que la religión puede tener una influencia positiva en ciertos sujetos, también se la menciona como causa de actos peligrosos y antisociales tales como el racismo, la discriminación, el terrorismo y el asesinato», concluyen los autores.

    Vía: Minuto Uno.

  2. Hay patrañas y patrañas (2)

    miércoles, septiembre 26, 2007


  3. Hay patrañas y patrañas

    martes, septiembre 25, 2007


  4. I accuse

    sábado, septiembre 22, 2007

    Dios, denunciado por terrorismo a gran escala

    © Luis Alfonso Gámez

    Ernie Chambers, el más veterano de los senadores de Nebraska (Estados Unidos), ha demandado en el condado de Douglas a Dios por causar «inundaciones espantosas, grandes terremotos, huracanes horrendos, tornados terribles, plagas pestilentes, feroces hambrunas, sequías devastadoras, guerras genocidas, defectos de nacimiento y otras desgracias» en el mundo. Chambers no es creyente: pretende demostrar lo frívolas que son algunas demandas presentadas en su país y cómo se puede denunciar a cualquiera por cualquier cosa. De paso, eso sí, recuerda que dios -lo escribo en minúscula para abarcar a todos los posibles y no exclusivamente al católico- sería en su onmipotencia no sólo responsable de todo lo bueno, como cantan una y otra vez sus clérigos, sino también de todo lo malo. No creo que el caso tenga muchas posibilidades de prosperar. Además, intuyo que, a pesar de su omnipresencia, el demandado no dará la cara. Es lo que pasa cuando uno se enfrenta a seres imaginarios. Siguiendo con la broma, Chambers igual podría denunciar a todas las iglesias y sus clérigos por complicidad con el acusado, ¿no?

    Publicado en Magonia.

    Último momento: ¡Dios ha respondido a la demanda!

    Además: «Dios no consigue abogados»:



  5. Dejen a los niños en paz

    martes, septiembre 18, 2007

    Fragmentos del documental Campamento de Jesús.













    Ver también: Dejad que los niños vengan a mí.

  6. © Sam Harris
    Carta a la revista Nature
    Traducida del inglés para Rebelión por Anahí Seri



    Resultó realmente inquietante encontrarse con la justificación del Islam de Ziauddin Sardar en las páginas de su revista («Beyond the troubled relationship», «Más allá de una relación difícil», Nature 448). Aquí, como en otros lugares, el tratamiento de la religión por parte de Nature ha sido indefectiblemente diplomático, hasta el punto del oscurantismo.
    En su comentario, Sardar parece aceptar tal cual, sin cuestionarla, la afirmación de que el Islam constituye una «visión del mundo intrínsecamente racional». Tal vez haya ocasiones en las que los intelectuales públicos deben proclamar que las enseñanzas del Islam están en perfecta armonía con el naturalismo científico. Pero no hagamos eso, por el momento, en la revista científica más prestigiosa del mundo.
    De acuerdo con las enseñanzas básicas del Islam, no se puede cuestionar ni contradecir el Corán, puesto que es la palabra perfecta del creador del universo. Hablar de la compatibilidad entre ciencia e Islam en 2007 es como hablar de la compatibilidad entre ciencia y cristianismo en el año 1633, cuando a Galileo se le obligó, bajo amenaza de muerte, a renegar de su teoría sobre el movimiento de la Tierra.
    Un editorial en el que se anuncia la publicación del libro de Francis Collins, The Language of God (El lenguaje de Dios), («Building bridges», «Construyendo puentes», Nature 442), representa otro ejemplo de mojigatería de elevada moral a la hora de enfrentarse a la incompatibilidad entre fe y razón. Nature alaba a Collins, un devoto cristiano, por ponerse «con personas creyentes a explorar cómo la ciencia, tanto en lo que respecto a su modo de pensamiento como a sus resultados, es coherente con sus creencias religiosas».
    Pero así es como Collins describe cómo él, como científico, acabó convenciéndose de la divinidad de Jesucristo: «En un bello día, mientras caminaba por la montañas Cascade, la majestuosidad y la belleza de la creación de Dios me sobrecogieron. Giré una esquina y vi una catarata hermosa y congelada, inesperada, de una altura de más de cien metros, y supe que la búsqueda había acabado. La siguiente mañana, me arrodillé en la hierba cubierta de rocío cuando salía el sol, y me entregué a Jesucristo».
    ¿Qué tiene en común con la ciencia el «modo de pensamiento» del que hace gala Collins? El lenguaje de Dios debería haber provocado indignación entre los editores de Nature. En vez de ello, calificaron los esfuerzos de Collins como «conmovedores» y «loables», elogiándolo por construir «un puente entre la división social e intelectual que existe entre la mayoría de los universitarios de USA y lo que se llama el interior».
    En una época en que se acusa a médicos e ingenieros musulmanes de intentar atrocidades ante la expectativa de una recompensa sobrenatural; en que la Iglesia Católica sigue predicando, en los pueblos asolados por el sida, que el uso del condón es un pecado; en que el Presidente de los Estados Unidos veta una y otra vez, por razones religiosas, la investigación médica más prometedora, mucho depende de que la comunidad científica presente un frente unido contra las fuerzas de la sinrazón.
    Hay puentes y hay tablones endebles, y la tarea de revistas como Nature consiste en saber distinguir entre unos y otros.

  7. ¿Era Mahoma epiléptico?

    domingo, septiembre 09, 2007

    © Christopher Hitchens
    Traducción: Juan Carlos Castillón

    Existe la cuestión de si el Islam es por sí mismo una religión. Inicialmente satisfizo la necesidad entre los árabes de tener un credo distintivo y especial, y éste permanecerá siempre identificado con su lengua, y sus impresionantes conquistas posteriores, que aunque no son tan sorprendentes como las del joven Alejandro de Macedonia, ciertamente llevaban consigo la idea de que estaban respaldadas por una voluntad divina hasta que se apagaron en los confines de los Balcanes y el Mediterráneo. Pero el Islam, cuando se examina, no es mucho más que una obvia y mal arreglada serie de plagios, que se ha ido apropiando de libros y tradiciones anteriores a medida que la ocasión lo requería. Así pues, lejos de haber «nacido bajo la clara luz de la historia», como Renan generosamente dijo, el Islam en sus orígenes está tan lleno de sombras como aquellos de los que tomó sus préstamos. Hace grandes reclamaciones, invoca la sumisión o «rendición» como máxima para sus seguidores, y de paso exige la deferencia y el respeto de los no creyentes. No hay nada –absolutamente nada– en sus enseñanzas que pueda siquiera comenzar a justificar tal arrogancia y presunción.
    El profeta murió en el año 632 de nuestro aproximado calendario. El primer recuento de su vida fue recopilado más de 120 años después, por Ibn Ishaq, cuyo original se perdió y puede ser consultado sólo a través de su forma reelaborada, escrita por Ibn Hisham, que murió el 834. Añadido a todas esas habladurías y oscuridad, no hay coincidencia sobre cómo los seguidores del Profeta reunieron el Corán, o cómo sus diversas sentencias (algunas de ellas escritas por secretarios) fueron codificadas. Y este problema familiar se complica aún más –incluso más que en el caso cristiano– por el asunto de la sucesión. Al contrario de Jesús, que aparentemente asumió el regreso a la tierra muy pronto y que (con el debido respeto al absurdo Dan Brown) no dejó descendientes conocidos, Mahoma fue un general y un político –y al contrario de Alejandro Magno sí fue un padre prolífico– que no dejó instrucciones sobre quién debía sucederle. Las peleas por el liderazgo comenzaron casi desde el momento de su muerte, y así el Islam tuvo su primer gran cisma –entre suníes y chiítas– antes incluso de que hubiera acabado de establecerse como sistema. No tomaremos partido en el cisma, excepto para apuntar que por lo menos una de las escuelas de interpretación debe estar equivocada. Y la identificación inicial del Islam con un califato terrenal, hecha a partir de las disputas de los rivales por la citada sucesión, lo marcó desde el mismo comienzo como algo creado por le hombre.
    Dicen algunas autoridades musulmanas que durante el primer califato de Abu Bakr, inmediatamente después de la muerte de Mahoma, surgió la preocupación de que sus palabras transmitidas de manera oral pudieran olvidarse. Tantos soldados musulmanes habían muerto en combate que el número de los que tenían el Corán a salvo en su memoria había llegado a ser alarmantemente pequeño. Se decidió entonces reunir a cada testigo vivo, junto con «trozos de papel, piedras, hojas de palmera, omóplatos, costillas y trozos de cuero» en los que dichos fragmentos habían sido escritos, y entregarlos a Zaid ibn Thabit, uno de los antiguos secretarios del Profeta, para que hiciera una recopilación concluyente. Una vez que esto se hizo, los creyentes tuvieron algo así como una versión autorizada.
    De ser cierto, esto colocaría el Corán en una época bastante cercana a la vida del propio Mahoma. Pero muy pronto descubrimos que no hay certeza o coincidencia sobre la veracidad de esta historia. Algunos dicen que fue Alí –el cuarto y no el primer califa, y el fundador del chiísmo– quien tuvo la idea. Otros muchos –la mayoría sunita– afirman que fue el califa Uthman, que reinó del 644 al 656, el que tomó la decisión. Informado por uno de sus generales de que soldados de diferentes provincias estaban combatiendo entre sí debido a recuentos discrepantes del Corán, Uthman ordenó a Zaid ibn Thabit que juntara los diferentes textos, los unificara y los transcribiera en uno solo. Tras completar su tarea, Uthman ordenó que se enviasen copias estándard a Kufa, Basora, Damasco y otros lugares, y se guardara una copia maestra en Medina. Uthman interpretó así el papel canónico que había correspondido en la estandarización y purga de la Biblia Cristiana, a Ireneo y al obispo Atanasio de Alejandria. Se leyó la lista y algunos textos fueron declarados sagrados mientras que otros se convirtieron en «apócrifos». Superando a Atanasio, Uthman ordenó que todas las ediciones anteriores y rivales fueran destruidas.
    Incluso suponiendo que esta versión de los sucesos sea correcta, lo que significaría que no hubo ninguna oportunidad para los estudiosos de determinar, o incluso de discutir, lo que realmente sucedió en tiempos de Mahoma, el intento de Uthman por suprimir los desacuerdos fue vano. El árabe escrito tiene dos rasgos que lo hacen difícil de aprender para un extraño: usa puntos para distinguir consonantes como «b» o «t», y en su forma original carecía de signo o símbolo para las vocales cortas, que podían ser reflejadas por varios guiones o marcas parecidas a la coma. Lecturas ampliamente divergentes, incluso de la versión de Uthman, fueron facilitadas por esas variantes. El mismo árabe escrito no fue estandarizado sino hasta finales del siglo IX, y mientras tanto el Corán, raramente vocalizado y sin puntos, generó explicaciones completamente distintas de lo mismo, como sigue haciéndolo. Esto puede no importar en el caso de la Ilíada, pero recordemos que se supone que estamos hablando de la palabra inalterable (y final) de Dios.
    Existe obviamente una conexión entre la atrevida debilidad de esa afirmación y la certeza absolutamente fanática con la que es presentada. Para tomar una instancia que difícilmente puede ser considerada como negligible, las palabras en árabe escritas en el exterior del Domo de la Roca de Jerusalem son distintas a cualquier versión que aparece en el Corán.
    La situación es incluso más confusa y deplorable cuando llegamos al hadith, o esa vasta literatura secundaria generada de manera oral y que supuestamente contiene los dichos y acciones de Mahoma, el cuento de la recopilación del Corán y las frases de «los compañeros del Profeta». Cada hadith, para ser considerado auténtico, debe de ser apoyado a su vez por un isnad, o cadena, de testigos supuestamente creíbles. Muchos musulmanes permiten que su actitud en la vida cotidiana sea determinada por esas anécdotas: considerar impuros a los perros, por ejemplo, basándose sólo en el supuesto de que Mahoma lo dijo.
    Como podría esperarse, las seis colecciones autorizadas de hadih, que apilan habladuría tras habladuría y desenrrollan un largo lío de isnads («A» se lo dijo a «B», que lo supo de «C», que lo aprendió de «D») fueron recopiladas siglos después de los sucesos que se supone que describen. Uno de los más famosos entre los seis compiladores, Bukhari, murió 238 años después de la muerte de Mahoma. Bukhari es considerado como particularmente fiable y honesto por los musulmanes, y parece haber merecido su reputación porque, de las trescientas mil declaraciones que acumuló en una vida consagrada al proyecto, declaró que unas doscientas mil carecían de cualquier valor o fundamento. Exclusiones posteriores de dudosas tradiciones o isnads cuestionables dejaron el total reducido a diez mil hadith. Son ustedes libres de creer, si así prefieren, que de esa masa informe de testimonios iletrados y mal recordados, el piadoso Bukhari, más de dos siglos después, se las arregló para seleccionar únicamente aquellos que, puros e intocados, lograron resistir el escrutinio.
    La posibilidad de que alguna de esta retórica humanamente derivada permanezca «sin error», o sea «definitiva» está concluyentemente desaprobada, no sólo por sus innumerables contradicciones e incoherencias, sino también por el famoso episodio de los supuestos «versículos satánicos» del Corán, de los que Salman Rushdie sacó posteriormente un proyecto literario. En esta polémica ocasión, Mahoma trató de conciliar a algunos importantes politeístas de la Meca y por el camino experimentó una «revelación» que le permitió continuar adorando después de todo a algunas de las antiguas deidades locales. Más tarde se dio cuenta de que esto no podía ser correcto y que sin darse cuenta había sido «poseído» por el diablo, que por alguna razón había decidido relajar su costumbre de combatir a los monoteístas en su propio terreno. (Mahoma creía devotamente no sólo en el diablo sino también en los pequeños diablillos del desierto, geniecillos o djins). Fue reportado incluso por algunas de sus esposas que el Profeta era capaz de tener una «revelación» que conviniera a sus necesidades a corto plazo, y que a menudo se le gastaban bromas al respecto. Se nos dice también –por ninguna autoridad que necesite ser creída– que cuando experimentaba una revelación en público a veces padecía dolores y sentía un fuerte grito en sus oídos. Perlas de sudor brotaban de él, incluso en el más frío de los días. Algunos despiadados críticos cristianos han sugerido que era epiléptico (aunque omiten mencionar los mismos síntomas en el rapto experimentado por Pablo en su camino a Damasco), pero no es necesario que especulemos en ese terreno. Basta con replantear la inevitable pregunta de David Hume. ¿Qué es más probable, que un hombre deba ser usado como transmisor por Dios para entregar algunas revelaciones ya existentes, o que repita algunas revelaciones ya conocidas y crea ser, o pretenda ser, investido por Dios para hacerlo? En cuanto a los dolores, los ruidos dentro de la cabeza, o el sudor, no podemos dejar de lamentar el hecho aparente de que la comunicación directa con Dios no sea una experiencia de calma, belleza y lucidez.

    Extracto de God is not Great: How Religion Poisons Everything.

  8. Ángel del infierno

    viernes, septiembre 07, 2007


    El solo nombre de la Madre Teresa de Calcuta, nacida en Skopje (Yugoslavia) de origen albanés como Agnes Gonxha Bojaxhiu (1910-1997), es desde hace mucho tiempo sinónimo de la «compasión por los más pobres entre los pobres». En 1950, la Madre Teresa creó la congregación de las Misioneras de la Caridad. En 1975 recibió la Medalla Ceres de la FAO (Organización de la Agricultura y la Salud de la ONU), y en 1979 el Premio Nobel de la Paz. Después de su muerte, entró en la «vía rápida» hacia la beatificación gracias a las gestiones del Papa Juan Pablo II. Sin embargo, no es bondad todo lo que reluce.
    En 1995, el periodista británico Christopher Hitchens produjo un documental sobre a Madre Teresa que él quiso titular Sacred Cow (Vaca Sagrada), pero salió al aire como Hell’s Angel (se trata de un juego de palabras: Hell Angels o “Ángeles del Infierno” es el nombre de una legendaria pandilla de motorizados; Hell’s Angel significa “El Ángel del Infierno”). Ese mismo año, Hitchens publicó el libro The Missionary Position: Mother Teresa in Theory and Practice (Verso, 1995). Sus investigaciones mostraron una realidad muy distinta a la imagen idílica de la Madre Teresa y su orden.
    Una entrevista a Hitchens apareció en Free Inquiry (16:4, Otoño de 1996). Debido a su longitud, a continuación se sintetizan los aspectos más relevantes. Más abajo aparece la traducción de un artículo de Susan Shields, ex-monja de las Misioneras de la Caridad, quien habla de sus ideales y su desengaño.

    Puntos más importantes de la entrevista a Christopher Hitchens, autor de The Missionary Position: Mother Teresa in Theory and Practice. Tomado de Free Inquiry (16:4), Otoño de 1996 (publicación del Council for Secular Humanism, New York) -

    Hitchens afirma que los recursos amasados por las Misioneras de la Caridad son gigantescos, pero nunca han sido auditados. Sus cuentas bancarias están todas fuera de la India, pues las leyes de ese país exigen información sobre los fondos de las organizaciones misioneras extranjeras. Tan sólo en una de estas cuentas habría más de 50 millones de dólares. - Sin embargo, estos fondos no tienen efecto alguno en la atención a los “pobres entre los pobres”.

    El propósito fundamental de este dinero, proveniente de donaciones, es incrementar el tamaño y poder dogmático de la orden en el mundo: tiene conventos en 120 países. La Madre Teresa aceptó más de un millón de dólares donados por el estafador de la entidad Lincoln Savings and Loans, conociendo perfectamente su origen fraudulento.

    Las condiciones en los «hogares» de la orden son extremadamente primitivas. No se permite aliviar el dolor, ya que «el sufrimiento de los pobres es bueno a los ojos de Dios». Aunque los «pacientes» van en busca de alivio, la Madre Teresa nunca proclamó que el objetivo fuese curar.

    Sin embargo, ella y sus sucesoras siempre han estado conscientes de que casi todas las donaciones que reciben están motivadas por esa falsa impresión. El propósito de los hospicios de las Misioneras de la Caridad es ayudar a «bien morir»: se busca activamente la autorización de los agonizantes para bautizarlos.

    A pesar de que «Dios ve con buenos ojos el sufrimiento», la Madre Teresa siempre se atendió en los mejores hospitales de tipo occidental y recibió los tratamientos (y anestesias) más modernos.

    La Madre Teresa apoyó a la familia del dictador Duvalier de Haití, cuando visitó ese país; afirmó que los Duvalier «amaban a los pobres». También alabó al tirano comunista de Albania, Enver Hoxha. En palabras de Hitchens, «prefería lamer los pies de los ricos en lugar de lavar los pies de los pobres».

    La Madre Teresa trabajó incansablemente para propagar las versiones más extremas del conservadurismo católico.

    Intervino en el referendo sobre el divorcio en Irlanda para que este no fuese permitido... Pero aprobó el divorcio de la princesa Diana de Gales, con quien se encontró varias veces (declaró a la revista Ladie’s Home Journal que así “iba a ser más feliz”). Según Hitchens, «si una mujer quiere divorciarse de un alcohólico que abusa sexualmente de sus propios hijos, no hay perdón en esta vida ni en la otra. Pero una princesa está por encima de todo esto».

    Los puntos de vista de la Madre Teresa, típicos del siglo IX, la convirtieron en una figura incómoda para el Vaticano; pero fue rápidamente «adoptada» como poster girl (palabras de Hitchens) cuando se hizo popular durante los años ’70. A pesar de esto, ella se opuso durante toda su vida a la reconsideración de la doctrina católica emanada del Concilio Vaticano II (1962-65).

    En Calcuta deploran la imagen de su ciudad proyectada por la orden de la Madre Teresa. Si bien existe mucha pobreza, como en todo el mundo subdesarrollado, se trata de una metrópoli dinámica y cosmopolita, con una activa vida económica y cultural.

    Cuando el documental Hell’s Angel se trasmitió en el Reino Unido muchas personas llamaron para protestar, empleando casi siempre los mismos argumentos e incluso las mismas palabras, lo que hizo evidente que se trataba de una campaña bien orquestada. Sin embargo, un número récord de personas llamó para alabar el programa.

    Ninguno de los que atacaron el documental, incluyendo críticos de prensa, se refirió a lo fidedigno de su contenido. En otras palabras, lo que se reprochaba a Hitchens no era la realidad de lo señalado en el programa, sino el hecho mismo de atreverse a demoler un mito muy estimado. Incluso personas no afectas a la religión adoptaron esta postura.

    Hell’s Angel jamás ha sido proyectado en los Estados Unidos. Ningún canal se atreve a hacerlo.




    La casa de ilusiones de la Madre Teresa

    Por Susan Shields
    Traducido de Free Inquiry (18:1), Invierno 1997-98 (publicación del Council for Secular Humanism, New York)


    Algunos años después de que me convertí en católica, me uní a la congregación de la Madre Teresa, las Misioneras de la Caridad. Fui una de sus hermanas durante nueve años y medio, viviendo en el Bronx (Nueva York), Roma y San Francisco, hasta que me desilusioné y me retiré en mayo de 1989. Mientras me reintegraba al mundo, comencé a desenredar lentamente la maraña de mentiras en la que había vivido. Me preguntaba cómo las podía haber creído durante tanto tiempo.
    Tres de las enseñanzas de la Madre Teresa que son fundamentales para su congregación religiosa son igual de peligrosas, por ser creídas tan sinceramente por sus hermanas.
    La más básica es la creencia de que mientras una hermana obedece, está cumpliendo la voluntad de Dios.
    Otra es que las hermanas tienen alguna ventaja frente a Dios por haber escogido sufrir. Su sufrimiento hace a Dios muy feliz; entonces, Él dispensa más gracias a la Humanidad.
    La tercera es el credo de que cualquier atadura a los seres humanos, incluso a los pobres que están siendo servidos, supuestamente interfiere con el amor a Dios y debe ser activamente evitada o inmediatamente extirpada. Los esfuerzos para prevenir todo vínculo producen un continuo caos y confusión, movimiento y cambio en la congregación.
    La Madre Teresa no inventó esas creencias –estas prevalecían en las órdenes religiosas antes del Concilio Vaticano II–, pero ella hizo todo lo que cabía en su poder (el cual era inmenso) para aplicarlas.
    Una vez que una hermana acepta estas falacias, será capaz de hacer casi cualquier cosa.
    Permitirá que su salud se destruya, descuidará a aquellos a quienes ha jurado servir, y sofocará sus sentimientos y pensamientos independientes. Podrá hacerse de la vista gorda al sufrimiento, dar información sobre sus compañeras, decir mentiras con facilidad, e ignorar las leyes y regulaciones públicas.
    Mujeres de muchos países se unieron a la Madre Teresa con la expectativa de que podrían ayudar a los pobres y acercarse más a Dios. Cuando me fui había más de 3.000 hermanas en aproximadamente 400 hogares regados por todo el mundo. Muchas de esas hermanas, que confiaban en la guía de la Madre Teresa, se han convertido en personas destruidas. Ante la abrumadora evidencia, algunas han admitido finalmente que su confianza ha sido traicionada, que Dios no podría dar las órdenes que reciben. La decisión de irse es difícil para ellas–su autoconfianza ha sido abatida, y no tienen educación más allá de la que trajeron cuando se unieron al grupo. Yo fui una de las afortunadas que reunieron suficiente coraje para marcharse.
    Es con la esperanza de que otras vean la falsedad de su presunto camino a la santidad que cuento algo de lo que sé. Aunque hay relativamente pocas personas tentadas a ingresar en la hermandad de la Madre Teresa, hay muchos que han apoyado generosamente su trabajo porque no están al tanto de cómo sus torcidas premisas ahogan los esfuerzos por aliviar la miseria. Inadvertidos de que muchas de las donaciones permanecen sin uso en cuentas bancarias, ellos también son defraudados al pensar que están ayudando a los pobres. Como Misionera de la Caridad se me asignó registrar las donaciones y escribir las respectivas cartas de agradecimiento. El dinero llegaba a una velocidad frenética. Usualmente, el correo traía las cartas en sacos. Con regularidad extendíamos recibos por cheques de 50.000 dólares y más. Algunas veces un donante llamaba para preguntar si habíamos recibido su cheque, esperando que lo recordáramos fácilmente a causa de su elevado monto. ¿Cómo decirle que no podíamos recordarlo, porque habíamos recibido tantos que eran aún más grandes? Cuando la Madre Teresa hablaba públicamente nunca pedía dinero, pero ella alentaba a la gente a hacer sacrificios por los pobres, «dar hasta que doliera».
    Muchos lo hicieron –y se lo dieron a ella. Recibimos cartas conmovedoras de personas, aparentemente pobres ellas mismas, que estaban haciendo sacrificios por enviarnos un poco de dinero para la gente que pasaba hambruna en África, las víctimas de las inundaciones en Bangladesh, o los niños pobres de la India. Casi todo ese dinero se quedó en nuestras cuentas bancarias. El aluvión de donaciones se consideraba una señal de la aprobación de Dios hacia la congregación de la Madre Teresa. Nuestros superiores nos decían que recibíamos más dádivas que otros grupos religiosos porque Dios estaba complacido con la Madre, y porque las Misioneras de la Caridad eran las hermanas más fieles al verdadero espíritu de la vida religiosa. La mayoría de las hermanas no tenía idea de cuánto dinero estaba amasando la congregación. Después de todo, se nos decía que no debíamos guardar nada. Un verano, las hermanas que vivían en las afueras de Roma recibieron más cajas de tomates de lo que podían distribuir. Ninguno de sus vecinos los querían, porque la cosecha había sido muy abundante ese año. Las hermanas decidieron enlatar los tomates en lugar de dejarlos pudrir, pero cuando la Madre se enteró de lo que habían hecho se disgustó mucho. Almacenar cosas mostraba falta de confianza en la Divina Providencia. Las donaciones llegaban y eran depositadas en el banco, pero no tenían efecto alguno en nuestras ascéticas vidas y muy poco efecto en las vidas de los pobres a quienes tratábamos de ayudar. Vivíamos existencias simples, desprovistas de todo lo superfluo. Teníamos tres juegos de vestidos, que remendábamos hasta que el material estaba demasiado dañado para colocarle más parches. Lavábamos la ropa a mano. También las interminables pilas de sábanas y paños de nuestro refugio nocturno para la gente sin hogar. Nuestro aseo se hacía con un solo cubo de agua. Los chequeos médicos y dentales eran considerados un lujo innecesario. A la Madre le preocupaba mucho que preserváramos nuestro espíritu de pobreza. Gastar dinero habría destruido esa pobreza. Ella parecía obsesionada con el hecho de usar sólo los medios más simples para nuestro trabajo. ¿Iba esto en el mejor interés de la gente a la que estábamos tratando de ayudar, o estábamos de hecho utilizándolos a ellos como una herramienta para elevar nuestra propia «santidad»?
    En Haití, con el fin de mantener el espíritu de pobreza, las hermanas reutilizaban las agujas hipodérmicas hasta que se volvían romas. Viendo el dolor que causaban estas agujas gastadas algunos de los voluntarios ofrecieron conseguir otras nuevas, pero las hermanas se negaron. Mendigábamos comida y suministros a los comerciantes locales como si no tuviésemos recursos. En una de las raras ocasiones en que se nos acabó el pan donado, fuimos a mendigar a la panadería local. Cuando la solicitud fue negada, nuestra superiora resolvió que el dispensario podría funcionar sin pan por ese día. No era sólo a los comerciantes a quienes se ofrecía la oportunidad de ser generosos. A las aerolíneas se les solicitaba que trasladaran hermanas y carga sin costo. Se esperaba que hospitales y doctores absorbieran el importe de los tratamientos médicos de las hermanas, o que los cubrieran con fondos dispuestos para instituciones religiosas. Se inducía a los trabajadores a laborar sin pago o con tarifas reducidas. Dependíamos fuertemente de voluntarios que se afanaban largas horas en nuestros comedores, refugios y campamentos. Un granjero que trabajaba muy duro dedicó muchas de sus horas de vigilia a colectar y distribuir alimentos para nuestros comedores y refugios. «Si yo no vengo, ¿qué comerán ustedes?», preguntaba. Nuestra ordenanza nos prohibía pedir más de lo que necesitábamos, pero cuando se trataba de pedir, los millones de dólares que se acumulaban en el banco eran tratados como si no existieran. Durante años tuve que escribir miles de cartas a donantes, diciéndoles que toda su dádiva sería empleada para llevar el compasivo amor de Dios a los más pobres entre los pobres. Fui capaz de mantener a raya las quejas de mi conciencia porque se nos enseñó que el Espíritu Santo estaba guiando a la Madre. Dudar de ella era un signo de falta de confianza y, aún peor, nos hacía culpables del pecado de orgullo. Guardé mis objeciones y esperaba que algún día entendería por qué la Madre quería amontonar tanto dinero, cuando ella misma nos había enseñado que incluso guardar salsa de tomate mostraba falta de fe en la Divina Providencia.


    Vía: Herencia Cristiana.
    Ver además: intento de contradecir la investigación de Hitchens.

  9. El veneno

    sábado, septiembre 01, 2007

    © Christopher Hitchens
    Traducción de Juan Carlos Castillón


    Existen cuatro objecciones irreductibles contra la fe religiosa: que falsea por completo los orígenes del hombre y del cosmos, que debido a su error original logra combinar el mayor servilismo con el máximo de solipsismo, que es a la vez el resultado y la causa de una peligrosa represión sexual, y que, en última instancia, está basada en los buenos deseos.

    No creo que sea arrogante de mi parte proclamar que ya había descubierto esas cuatro objecciones (así como el hecho, más vulgar y obvio, de que la religión es usada por aquellos que ostentan el poder temporal para arrogarse autoridad) antes de mudar la voz. Estoy moralmente seguro de que millones de otras personas han llegado a conclusiones similares de manera muy parecida y desde entonces me he encontrado con esa gente en cientos de lugares y docenas de países distintos. Muchos de ellos nunca creyeron, y muchos abandonaron la fe después de una dura lucha. Algunos de ellos tuvieron breves momentos de descreimiento que, aunque instantáneos, fueron tal vez menos epilépticos y apocalípticos (y luego más justificables moral y racionalmente) que el de Saulo de Tarso en el camino de Damasco. Y ese es el punto, conmigo y con mis colegas. Nuestra creencia no es una creencia. Nuestros principios no son una fe. No descansamos únicamente sobre la fe y la razón porque sean factores más necesarios que suficientes, sino que desconfiamos de cualquier cosa que contradiga la ciencia o ultraje la razón. Podemos disentir en muchas cosas, pero lo que respetamos es la investigación libre, la mente abierta y el valor intrínseco de las ideas. No mantenemos nuestras convicciones de manera dogmática: la falta de acuerdo entre el profesor Stephen Jay Gould y el profesor Richard Dawkins respecto a la «evolución puntuada» y los vacíos por llenar en la teoría postdarwinista, es tan ancha como profunda, pero la resolveremos con pruebas y razonamientos y no con una mutua excomunión. (Mi propia irritación con el profesor Dawkins y con Daniel Dennett, por su vergonzosa propuesta de que los ateos deben presuntamente llamarse a sí mismos «iluminados», forma parte de una continua discusión). No somos inmunes al atractivo de lo maravilloso, el misterio y lo sobrecogedor: tenemos música, arte y literatura, y encontramos que los dilemas éticos serios son tratados por Shakespeare, Tolstoi, Schiller, Dostoievski y George Eliot mejor que en las míticas historias morales de los libros sacros. La literatura, no la escritura, alimenta la mente y –puesto que no existe otra metáfora– también el alma. No creemos en el cielo y el infierno, ninguna estadística mostrará nunca que sin esos incentivos y amenazas cometamos más crímenes de codicia o violencia que los fieles. (De hecho, si tal estadística pudiera hacerse alguna vez, estoy seguro de que la evidencia indicaría lo contrario). Nos hemos reconciliado con la idea de vivir sólo una vez, excepto a través de nuestros hijos, por quienes estamos perfectamente felices de aceptar que debemos apartarnos del camino y dejarles espacio. Especulamos que es por lo menos posible que, una vez que la gente acepta el hecho de que sus vidas son cortas y duras, pueda comportarse con el prójimo mejor y no peor. Creemos con certeza que una vida ética puede ser vivida sin religión. Y sabemos con certeza que el corolario es igualmente cierto –y que la religión ha llevado a innmerables personas no sólo a no comportarse mejor que los demás sino también a concederse permiso para comportarse de maneras que sorprenderían al dueño de un burdel o a un genocida.

    Lo más importante, tal vez, es que nosotros los infieles no necesitamos un mecanismo de refuerzo. Somo aquellos a los que Blaise Pascal tuvo en cuenta cuando escribió: «Fui creado de tal manera que no puedo creer».

    No necesitamos reunirnos cada día, o cada siete días, o cada día importante y auspicioso, para proclamar nuestra rectitud ni para inclinarnos y humillarnos por nuestra insignificancia. Los ateos no necesitamos de ningún sacerdote, ni de ninguna jerarquía por encima de ellos, para controlar nuestra doctrina. Los sacrificios y las ceremonias nos parecen abominaciones, al igual que las reliquias y la adoración de cualquier imagen u objeto (incluyendo esos objetos que revisten la forma de uno de las más útiles innovaciones humanas: el libro encuadernado). Para nosotros no existe un lugar en la tierra que pueda ser «más sagrado» que otro; al ostentoso absurdo del peregrinaje o al simple horror de matar civiles en nombre de cualquier pared sagrada, cueva, santuario o roca, contraponemos un paseo, ya sea agradable o urgente, de un extremo al otro de la librería o galería, o un almuerzo con un amigo agradable, persiguiendo la verdad o la belleza. Algunas de esas excursiones hasta la librería o la galería, si son serias, obviamente nos pondrán en contacto con la fe y los creyentes, desde los grandes pintores y compositores devotos, hasta las obras de Agustín, Tomás de Aquino, Maimónides y Newman. Esos grandes estudiosos pueden haber escrito muchas cosas malvadas o simplemente tontas, y han sido irrisoriamente ignorantes acerca de la teoría del germen de las enfermedades o el lugar del globo terrestre en el sistema solar, por no hablar del universo, y esa es la principal razón por la que ya no quedan más como ellos, y no habrá más como ellos mañana. La religión dijo sus últimas palabras inteligibles, nobles e inspiradoras hace ya mucho tiempo: o eso o se convertido en un admirable pero nebuloso humanismo, como hizo, por ejemplo, Dietrich Bonhoeffer, un bravo pastor luterano colgado por los nazis por negarse a colaborar con ellos. No tendremos más profetas ni sabios de la vieja escuela, y por eso las devociones de hoy son sólo los ecos repetidos del ayer, a menudo traqueteados hasta un extremo chirriante como señal de un terrible vacío.

    Mientras que algunas apologías religiosas son magníficas de forma limitada –podemos citar a Pascal– y algunas deprimentes y absurdas –aquí no podemos dejar de citar a C. S. Lewis– ambos estilos tienen algo en común: el increíble lastre que deben cargar consigo. ¡Cuánto esfuerzo por afirmar lo increíble! Los aztecas tenían que desgarrar un pecho humano cada día sólo para asegurar que el sol saliera. Se supone que los monoteístas tienen que fastidiar a su deidad más a menudo, y hasta cabe el riesgo de que ésta sea sorda. ¿Cúanta vanidad debe esconderse –sin mucho éxito– para pretender que uno es el objetivo personal de un plan divino? ¿Cuánto amor propio es preciso sacrificar para estremecerse continuamente en la certeza del propio pecado? ¿Cuántas asunciones innecesarias deben hacerse, y cuántas contorsiones son necesarias, para recibir cada nueva revelación de la ciencia y manipularla para que «encaje» con las palabras reveladas de antiguas deidades creadas por el hombre? ¿Cuántos santos, milagros, concilios y cónclaves son necesarios para establecer primero un dogma y después –tras infinito dolor, pérdidas, absurdo y crueldad– ser forzado a rescindirlo? Dios no creó al hombre a su imagen y semejanza. Evidentemente fue al revés, lo cual es una explicación indolora de la profusión de dioses y religiones, y del fraticidio dentro de y entre las diferentes profesiones de fe, que vemos hoy entre nosotros y que tanto han retardado el desarrollo de la civilización.

    La crítica más suave de la religión es también la más radical y devastadora. La religión ha sido creada por el hombre. Incluso los hombres que la crearon no han logrado coincidir en aquello que sus profetas, redentores o gurúes dijeron o hicieron realmente. Mucho menos pueden decirnos el «significado» de descubrimientos y desarrollos posteriores que, cuando comenzaron, o bien obstruían sus religiones o bien fueron denunciados por las mismas. ¡Y sin embargo, los creyentes siguen pretendiendo saber! No sólo saber, sino saberlo todo. No sólo saber que Dios existe y que creó y supervisó toda la empresa, sino también saber lo que «él» nos pide, desde la dieta de nuestra moral sexual y sus observancias. Dicho con otras palabras, en una vasta y complicada discusión en la que conocemos cada vez más y más sobre menos y menos, y sin embargo podemos esperar alguna iluminación a medida que avanzamos, una facción –compuesta de facciones mutuamente excluyentes– tiene la increíble soberbia de decirnos que ya tenemos toda la información esencial que necesitamos. Tal estupidez, combinada con una gran dosis de orgullo, debería ser suficiente como para excluir a la «fe» del debate. La persona que está segura, y que reclama para sí la garantía divina de su certeza, pertenece ya a la infancia de nuestra especie. Puede ser un largo adiós, pero ya ha comenzado y, como todos los adioses, no debe ser demorado.

    El debate con la fe es el fundamento y origen de todos los debates, porque es el inicio –pero no el fin– de todos los debates sobre la filosofía, la ciencia, la historia y la naturaleza humanas. Es también el comienzo –pero en modo alguno el fin– de todas las disputas sobre la vida buena y la ciudad justa. La fe religiosa, precisamente porque seguimos siendo criaturas en evolución, es algo irradicable. Nunca morirá, o al menos no hasta que dejemos de temer la muerte, lo oscuro, lo desconocido y al prójimo. Por esta razón, incluso si pudiera, nunca la prohibiría. Podéis decir que es muy generoso por mi parte. Pero, ¿me concedería el religioso la misma indulgencia? Lo pregunto porque aquí existe una diferencia real y seria entre yo y mis amigos religiosos, y mis verdaderos y más serios amigos son lo bastante honestos como para reconocerlo. Puedo sentirme satisfecho acudiendo a los bar mitzvahs de sus hijos, maravillarme ante sus catedrales góticas, «respetar» su creencia en que el Corán fue dictado, aunque tan sólo en árabe, a un mercader iletrado, o interesarme en el consuelo de la Wicca, el hinduismo o el jainismo. Y continuaré haciéndolo sin insistir en una condición recíproca y educada –que a su vez me dejen en paz. Pero esto es algo que la religión definitivamente no es capaz de hacer. Mientras escribo estas palabras, y mientras las leeis, vosotros, gente de fe, estáis, cada cual a su manera, planeando vuestra destrucción y la mía, y la destrucción de todos los logros humanos y difícilmente ganados que he citado. La religión lo envenena todo.

    Extracto de God is not Great: How Religion Poisons Everything.

    Ver también: La insana fe religiosa.